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José T. Raga

La esclavitud con la progresía

El Estado y en general las Administraciones Públicas viven en una senda de crecimiento constante del gasto público a la que poco le afectan incluso los períodos de crisis.

Se trata de una nueva forma de esclavitud que se inicia en España a mediados de los ochenta y sigue creciendo, en un movimiento uniformemente acelerado, de modo que en los momentos actuales, pocos son ya los que están al margen del peligro que entraña dejar de ser lo que se es, para ser lo que conviene ser. Por lo demás, estamos ante una esclavitud de corte semejante a la de antaño, que escapa a las normas abolicionistas, porque en este caso, como lo fue también en épocas ya lejanas, hay connivencia entre el productor de la norma y el beneficiario del producto del esclavo. En cualquier caso, estamos ante la pérdida de libertad a cambio de un medio de vida.

Como digo, el problema no es de hoy, pues es una constante de los últimos veinte o veinticinco años, aunque quizá no muchos hayan reparado en ello; buena prueba de cuanto digo es que ha saltado a los medios la noticia, como si de algo excepcional se tratase, de que la junta de Andalucía reduce los puestos de funcionarios que exigen oposición, incrementando los que son objeto de contratación discrecional; esa modalidad que el pueblo español tiene acuñada con el apelativo de "a dedo". De lo que no estoy tan seguro es de que los españoles en general relacionemos lo uno con lo otro.

Con frecuencia he oído quejas de familias y de jóvenes licenciados, referidas a la no convocatoria de plazas de funcionarios en tiempos muy prolongados –docentes, médicos, enfermeros, técnicos de la administración civil, etc.– por lo que, aún los que consiguen un contrato se sienten inseguros pues, finalizado el plazo contractual, éste puede prorrogarse o no y, en uno u otro caso, según criterios no siempre conocidos y, casi siempre, nada transparentes. Los mejor intencionados llegan a creer que la situación es así por determinadas restricciones presupuestarias que afectan al llamado Capítulo I del presupuesto, cuando nada más lejos de la realidad. El Estado y en general las Administraciones Públicas –comunidades autónomas, diputaciones, ayuntamientos y organismos como la Seguridad Social, etc.– viven en una senda de crecimiento constante del gasto público a la que poco le afectan incluso los períodos de crisis, que resuelven con mayor endeudamiento pero no con menor gasto, por lo que la no convocatoria de plazas de funcionarios no se ve acompañada por reducción del personal al servicio de la Administración Pública, sino por la sustitución de aquéllos por esa otra categoría de personal contratado, con más o menos eufemismo, a dedo.

La diferencia entre unos y otros es bien sustancial, y lo es más aún si reparamos en que los últimos –los de a dedo–, como ya hemos dicho, se desenvuelven en una vida laboral de contratos precarios, dudosos siempre de la renovación o no renovación, basada más en la arbitrariedad que en razones de competencia, de eficiencia o de productividad; cuando, para mayor sarcasmo, es la progresía que impone el sistema la que precisamente más critica, y despiadadamente ataca, aquella otra precariedad que deriva de la volatilidad y volubilidad de los mercados de bienes y servicios, a los que, no por voluntad propia sino por razón de las decisiones de los agentes económicos, se ve sometido el sector privado de la economía. Muestra de lo dicho es que se puede contemplar cómo en períodos electorales, a cualquier nivel, se despiertan las contrataciones de los afines políticos que, esclavizados en opinión y privados de decisión, pondrán el voto al servicio del candidato-empleador, asegurándole así un nuevo mandato y recibiendo a cambio las lentejas precisas para la subsistencia.

Con ello, aparece una nueva clase de trabajadores que venden su libertad a aquél de quien dependen –se entiende que políticamente– a cambio de asegurarse la contratación o la permanencia en el puesto de trabajo; humillados, además, porque son conscientes de que la calidad de su trabajo poco o nada cuenta para las decisiones de contratar o de permanecer.

Y lo más triste es que estas situaciones no sólo se dan en aquellos de escasa formación, de mínimas oportunidades en el ámbito productivo, sino también en los de mayor cualificación que, auto-deshonrados por su actividad deciden servir a señor que se les puede morir; es decir, optan por la esclavitud a un señorío perecedero. ¿Qué otro sentido tiene, si no, que un ministro manifieste una opinión, un parecer, una valoración en privado, mientras sostiene la contraria cuando ocupa una tribuna pública? También éstos son esclavos, si bien dignos de menor compasión que aquellos que lo hacen por necesidad extrema. Análogamente, también es más deleznable la actitud del señor que esclaviza al necesitado, que aquel que lo hace con el ansioso de poder, de representación social, de acumulación de riqueza, con el que incluso estaría dispensado un cierto regodeo.

Así las cosas, para esa progresía acomodada que goza de los placeres de un poder discrecional, que en esta España es tanto como decir arbitrario (pues el poder reglado se considera poco poder), y me da igual que le llamemos Junta de Andalucía, Generalidad de Cataluña o Gobierno de España, el mayor pecado del funcionario, que además forma parte de su propia esencia, es la independencia, la libertad, pues titular por méritos de su plaza, nadie le separará de ella a no ser mediante expediente por causa grave. Independencia que no tiene el contratado, el de a dedo, cuya vida se desenvuelve con la imagen permanente de engrosar las cifras de paro ante un requerimiento no atendido de su dueño y señor.

A mi modo de ver, esta es la tesis política que subyace como justificación de una estructura de la Administración basada en personal contratado frente al funcionario por oposición. No crean ustedes eso de la opción por la mayor flexibilidad de la contratación frente a las escalas administrativas de funcionario. Si el contratado es dócil será tan permanente como el funcionario, y para ello, ya saben, a esclavizarse; al fin y al cabo a la progresía y a susadláteres, eso de la libertad no lo acaban de entender.

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