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José T. Raga

La opción populista

Mensajes recientes como "me sitúo en la piel de los parados" cuando nada hace por esas seis mil personas que pasan cada día al paro no son más que fórmulas populistas que sólo pueden pretender un objetivo: narcotizar a la población.

Desde la Grecia Antigua hasta los inicios del siglo XXI, se han ido sucediendo formas diversas de Gobierno que han venido a actualizar aquellas tres otras básicas –monarquía, aristocracia y democracia– que fueron objeto de atención por la filosofía política del mundo helénico. El tiempo permitió ir moldeando aquellas formas puras y sus correspondientes formas corruptas –tiranía, oligarquía y demagogia– adquiriendo modelos que circundaban de algún modo las figuras ya conocidas por los clásicos griegos.

Aunque, a decir verdad, a los que nos recreamos en el pensamiento socrático a través de Platón o de Jenofonte o de la síntesis y el ordenamiento genial de Aristóteles, seguimos concluyendo que todo lo que pasa en los Gobierno del mundo de hoy, encontraba ya encaje en el pensamiento filosófico de los clásicos griegos. Es más, aunque los instrumentos han aumentado en diversidad y en imaginación, aunque la Ley o el sistema D’Hondt no estuvieran en la doctrina de aquella época, lo que sí se encuentra en ella son los resultados que produce una opción u otra a la hora de elegir la forma de hacer política.

Así, vemos que permanecen los términos clave pese a que los caminos por los que se llega a ellos, o las causas que los determinan, pueden ser de las más variadas especies. Consideremos, por ejemplo, el valor que en nuestros días tiene el término demagogia, cuando hablamos de una acción de Gobierno. El significado es claro: embaucamiento de los ciudadanos con ánimo de engañarles para que su error no permita observar la acción lesiva del Ejecutivo sobre sus legítimos intereses. La nitidez del concepto no obsta a que la causa que lo determina se manifieste en un abanico casi infinito de opciones demagógicas.

Pues bien, de todas las posibilidades que se ofrecen para la perversión demagógica, quizá la que más daño pueda producir a una sociedad sea la del populismo. Hasta el punto de que es capaz de cercenar el propio sentido y proyecto democrático, sin posible vía de retorno. Es tan apetecible por los que detentan el poder, que ha sido utilizado indistintamente por políticos de derecha y de izquierda; por dictadores formales y por teóricos demócratas; y, aunque se diría que el terreno abonado lo encuentra en la ignorancia, se ha dado también en naciones de cultura elevada y de máximo desarrollo del conocimiento. Por ello, el populismo no es sólo la opción de los Gobiernos actuales de Venezuela, Bolivia o Argentina sino que lo fue también de los de Mao Tse Tung, Adolf Hitler, Francisco Franco, Joseph Stalin, y tantos otros.

Porque de lo que se trata en la opción populista de Gobierno es de administrar narcóticos que adormezcan a la población –en los casos de menor eficacia–, si bien el propósito último va mucho más lejos; con el narcótico se administra un alucinógeno que consigue hacer ver a la comunidad cosas que no existen, valorarlas positivamente y convertirlas en objetivos irrenunciables de un nirvana que nadie está dispuesto a cuestionar, dado que ya se ha decidido que es el único estado deseable, al que, además, se tiene un derecho irrenunciable.

Los narcóticos políticos son de especies bien diferentes, pero los más comunes en la historia han sido el nacionalismo exacerbado, bien de naciones-estados o de naciones sin estado; el sentido patriótico; el espíritu imperialista; el mismo Estado como un ser omnisciente, omnipotente y providente; la utopía de un bienestar sin límite, en un itinerario de envidias comparativas; las falsas religiones, cuya narcotización llevará a sus practicantes al suicidio en rituales colectivos; la creación imaginaria de enemigos contra los que hay que luchar hasta entregar la vida, etc.

La opción populista de Gobierno tiene dos notas que merecen ser destacadas. Por un lado, se produce cuando existe carencia de ideas sobre lo que hay que hacer, o cuando se gobierna encerrado en el propio "yo", con desconsideración a los objetivos del bien de la comunidad; no siendo dos causas necesariamente excluyentes, sino que en ocasiones se potencian mutuamente. Por otro lado, el populismo se expresa mediante proclamas –populistas– que careciendo de realismo, sin embargo, se venden bien –por ello quedan en la conciencia de la sociedad– consiguiendo en última instancia lo que pretendía el gobernante: narcotizar a la comunidad para poder jugar con ella sin límites en su dominio.

Mensajes recientes como "me sitúo en la piel de los parados" cuando nada hace –porque nada sabe hacer– por esas seis mil personas que pasan cada día a sufrir la condición de desempleado; palabras como "el FMI ha elogiado la política del Gobierno en la recolocación de los parados", cuando no existe la mínima evidencia de ello y cuando el organismo internacional lo único que ha dicho es que la economía española tardará más que ninguna en la Unión Europea en salir de la recesión; la declaración de "una cruzada laicista por lo que queda de legislatura", como todo un objetivo, cuando nada se sabe hacer para remediar el hambre de no pocos y la escasez y dificultad de muchos, y manifestarlo en nombre de unos pretendidos Derecho Humanos, no son más que fórmulas populistas que sólo pueden pretender un objetivo: narcotizar a la población, aniquilando su capacidad de discernir y, consecuentemente, eliminando la posibilidad de elegir responsablemente.

¿Lo conseguirán? ¡Quién sabe! En cualquier caso, está por ver y la esperanza –también en este país de laicismo– es lo último que se pierde.

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