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José T. Raga

No basta, no basta

Nunca como ahora se ha instaurado un vicio, el de mentir, en muchos de los que gobiernan.

La humanidad es diversa, o mejor, aunque les moleste a muchos, la desigualdad entre sus miembros no tiene límites – en lo físico, en lo intelectual, en las actitudes, en las habilidades…–, todos diferentes. La única igualdad entre humanos es la inherente a la persona humana: todos somos iguales en dignidad –pese a los intentos de algunos por ser indignos– y todos somos iguales ante la ley, de modo que cuando no se da esta igualdad es por grave abuso de poder.

Uno de los atributos capaces de clasificar por niveles a los miembros de esa humanidad – el conocimiento– evidenciará la gran desigualdad existente entre la persona docta y la ignorante, y ambos grupos cohesionan la humanidad; así, desde sus orígenes.

¿Hay algún problema en ello? Evidentemente, no. Cada uno encontrará su sitio, según lo que pueda aportar al bien de la misma. El único problema puede plantearse cuando uno o varios no ocupen su sitio, sino aquel que no les corresponde. Sobre todo si confiere poder para imponer su voluntad a los demás.

Esta última circunstancia es la que compromete el interés de la sociedad en los comportamientos de quienes la gobiernan. Porque el Gobierno de una nación, comunidad autónoma o corporación municipal forma un microcosmos en el que sus miembros son tan diversos como los de la comunidad de gobernados.

Según esto, en cualquier Gobierno hay tanta desigualdad como en cualquier grupo social. Doctos e ignorantes, en los propios ámbitos del gobernar que les han sido confiados, tratan de imponer sus respectivos criterios, aun cuando no los tengan.

Me atrevo a decir que nunca como ahora se ha instaurado un vicio, el de mentir, en muchos de los que gobiernan que, por un lado, daña la dignidad del mentiroso y, por otro, la mentira desorienta a la sociedad que, engañada, puede aceptar lo contrario a su voluntad.

Dos actitudes parecen lógicas ante el gobernante mentiroso. Si es ignorante, hay que ser compasivo con él, aunque la compasión no impide la marginación. Es imposible seguirle, porque las variedades de mentira son infinitas, no siendo él consciente por su ignorancia. 

Al fin, sólo puede mentir quien conociendo la verdad la tergiversa o, incluso, la niega. Y ese escenario sólo corresponde al docto, al conocedor de lo que habla. Éste engaña conscientemente; su animus es mentir. 

Miente cuando afirma que está disminuyendo el desempleo, mientras ocurre lo contrario; cuando proclama que la economía se recuperará un 9,8%, mientras, si hubiera mucha fortuna, ni siquiera lo haría al 6,0%; cuando promete que no subirán los impuestos en la Comunidad de Madrid, mientras ya tiene decidido el aumento… y, finalmente, cuando se encuentra atrapado en su engaño se limita, si acaso, a confesar que hay una corrección, como si no fuera con él o con ella.

Pues no, no basta. Hay que confesar el engaño, cuando se produce, o mejor evitarlo; así ahorraremos la corrección y evitaremos los sobresaltos.

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