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José T. Raga

Viaje oficial

Cuando bajo el marchamo de viaje oficial el oficial hace turismo, no hacen turismo todos los españoles. Es más, quizá esos viajes turísticos determinan que los españoles no puedan hacer los que serían de su agrado; con nuestras rentas se paga.

El mundo de hoy, más quizá en nuestro país, vive el día a día mediante la utilización de términos con una gran capacidad de sacralizar las actitudes y situaciones más perversas, ajenos a su verdadero valor lingüístico y al fundamento de su significado. Aunque no quiero entrar hoy en ello, observen ustedes el valor que se le otorga a la etiqueta de progresista, aplicado a la persona o a una política determinada, o de progresismo, cuando se eleva a un dogma ideológico concreto. Cualquiera de los dos términos se identifican, por su propio significado, con el de avance, con el de mejora, con el de progreso, en definitiva. Mejora en lo humano, en lo científico, en lo técnico, en lo económico, en lo social. En la mente de todos están toda una serie de medidas, implantadas bajo el epíteto de progresistas que, analizadas, suponen una regresión en los objetivos de una comunidad y en modo alguno un progreso en cualquiera de sus ámbitos.

Lo mismo podría decirse de términos como rojo, socialista, de izquierda, etc. cuando, incluso después del desmoronamiento de los sistemas marxistas, se utilizan como etiquetas de honradez, de ética, de generosidad, de compromiso por el bien de los demás. Que conste, porque no quiero que se me malinterprete, que estoy hablando del etiquetado con aquellos términos, porque admiro profundamente a aquellos que siendo lo que sean –socialistas, de izquierdas, rojos o en opciones opuestas– obran con rectitud, hacen el bien, se entregan a las justas causas, y ponen en juego su bienestar propio, por defender el bien de la comunidad.

Pues bien, hoy quisiera adentrarme en un término más liviano que los que acabo de mencionar, aunque no por ello menos importante, ni menos confuso. Se trata del término oficial. El vocablo es capaz de santificar aquello a lo que se aplica. Oficial se utiliza como sinónimo de recto, de bueno para todos, algo así como la síntesis de la tutela que ejerce el mundo oficial –en este caso de la autoridad pública, de la administración de los intereses colectivos– en la protección del desvalido mundo real. Tan es así que, cuando se hace referencia a lo oficial, se construye un a modo de muro invisible, aunque impenetrable, que ninguno de los desvalidos, objeto de protección, se atreverá a mancillar. Es un marchamo, una estampilla, ante los que el desvalido sólo se atreve a susurrar: ¡Ah...!

Pues bien, tengo que confesárselo a ustedes: yo soy uno de esos desvalidos que no susurra exclamación alguna, sino que por el contrario se atreve a pedir explicaciones, aun a sabiendas de que no se las darán y, lo que es peor, que si me las dieran, no me iban a satisfacer; aunque esa convicción podría modificarse a la luz de los argumentos explicativos.

Los motivos para mi rebeldía son fundamentalmente de dos órdenes: el primero porque quien realiza viajes oficiales los hace en mi nombre, en cuanto que se supone que representa el interés de todos los españoles. Para ser más concreto, cuando del viaje se deriva un éxito en los objetivos marcados, es un éxito para todos los españoles; cuando un fracaso, fracaso es también para España entera. Cuando el oficial hace el ridículo, está ridiculizando a todos los miembros de esta comunidad nacional. Sólo hay una excepción a esta trasposición de efectos y es que cuando bajo el marchamo de viaje oficial el oficial hace turismo, no hacen turismo todos los españoles. Es más, quizá esos viajes turísticos determinan que los españoles no puedan hacer los que serían de su agrado. Porque, éste es el segundo orden para mi protesta: somos los españoles los que con nuestras rentas pagamos aquellos viajes que se califican como oficiales.

Se preguntarán ustedes por qué en pleno mes de agosto estoy tan afectado por este problema, aparentemente de importancia menor. La respuesta es muy sencilla: en primer lugar, porque tengo derecho a incomodarme, incluso enfadarme, cuando algo no me guste y además me lo planteen como de interés para mí; y en segundo lugar, porque estoy harto de viajes sin objetivos prefijados, o con objetivos contrarios a los intereses españoles, de los cuales, además, tampoco se da cuenta de sus resultados. Como máximo se utiliza otro de esos términos sacros, como es el de que han sido muy positivos, cuando lo positivo es simplemente positivo, igual que lo negativo es sólo negativo. Los resultados pueden ser muy cuantiosos o poco cuantiosos, pero no pueden ser más o menos positivos. Da la impresión, en no pocos casos, que esos viajes oficiales consisten en ir a darse una vuelta, sin otra pretensión.

Díganme ustedes qué hace la señora vicepresidenta del Gobierno en Brasil, o en Paraguay... Lo único que ha trascendido como resultado es la promesa del presidente Lula de apoyar la presencia del presidente español en el G 20. Si eso es lo único, no es de interés nacional, sino de interés del señor Rodríguez Zapatero. Uno está en un consorcio, o forma parte de un grupo, cuando tiene que estar o formar parte de ello. Por otro lado, la mendicidad de favores nunca puede ser una cuestión de Estado, porque, de enmarcarse en algún lado sería en el de la vergüenza nacional. ¡Y para eso, mover tanta gente!

O qué me dicen, queridos lectores, del viaje del ministro Moratinos a Gibraltar. Para la moción, ni siquiera hay que recurrir a la afrenta que semejante visita supone para la historia nacional. Aun sin tal afrenta, ¿qué pretendía el ministro en su visita al peñón? ¿O cuál era su propósito en la visita a Venezuela? Aparte de darnos a conocer que con la que está cayendo en aquel país la libertad de expresión allí es suficiente –a criterio del ministro, que no parece ser muy exigente–, suponemos que no estaría explorando posibilidades de negocios para las inversiones españolas, apenas a unas semanas de la nacionalización de intereses españoles en aquella república bolivariana.

Si al menos viajaran por España, con el volumen de gente que viaja por su causa, a buen seguro nuestros hoteleros no tendrían que bajar sus precios en un treinta por ciento por falta de clientes. Y es que me da la impresión que llamamos viaje oficial al que se paga con recursos públicos –es decir, con nuestros impuestos– y no a aquellos viajes que tienen un contenido público, de interés nacional. Y cuando se dé este último caso, cualquier explicación al pueblo desvalido será poca, entre otras cosas porque es quien paga el viaje.

En España

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