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Juan Antonio Cabrera Montero

Luto en Milán

Ha muerto un gran hombre que será recordado por su servicio activo, crítico, constructivo a la Iglesia.

La diócesis de Milán está de luto, y con ella toda la Iglesia Católica. Y no sólo. Ha muerto el cardenal Martini, digno sucesor en la sede milanesa de san Ambrosio, san Carlos Borromeo y Giovanni Battista Montini. Siguiendo la ironía que se popularizó hace años en Italia, habrá muchos que lamenten ahora que el Martini rosso no se convirtiese en bianco. Ignoran lo que él mismo se encargó de demostrar a lo largo de ochenta y cinco años: lo importante no son los títulos, eclesiásticos o académicos, sino el amor a Dios que se traduce en servicio a la Iglesia y por tanto a los hombres.

Los sectores más progresistas de dentro y de fuera de la Iglesia se encargaron hace tiempo de presentar a Martini como su hombre fuerte en la jerarquía eclesiástica. Creyeron que sus libros, homilías, catequesis y declaraciones suponían un reto, cuando no un desafío, a la doctrina oficial. Veían en él la contrafigura de Juan Pablo II o, más recientemente, de Benedicto XVI. Nada más lejos de la realidad: un jesuita auténtico, y él lo fue hasta esta misma tarde, nunca traiciona su vocación de servicio a la Iglesia. A ella dedicó su vida ocupando dos cátedras, la académica en el Pontificio Instituto Bíblico de Roma y la episcopal de Milán. En ambas destacó por su valía y buen hacer.

Siguiendo la tradición, iniciada por los Padres de la Iglesia, fue teólogo y pastor. Supo desmenuzar magistralmente los tesoros de la Escritura, de la que era experto conocedor, para difundirlos entre los fieles que leían sus libros y abarrotaban la catedral de Milán para escuchar sus homilías y sus catequesis. Igualmente, fue un ejemplo para otros hermanos suyos en el episcopado, de cómo un pastor debe acercarse al mundo a través de otros canales no estrictamente eclesiásticos; hasta el pasado mes de junio fue colaborador asiduo de Il Corriere della Sera, donde respondía las cartas que le enviaban los lectores. Jamás temió enfrentarse, a través del diálogo sereno e ilustrado, con otras personalidades, de ámbitos tan dispares como la política, la ciencia o la filosofía, demostrando que la fe y la razón no se oponen sino que se complementan. Desde siempre, pero en mayor medida tras su renuncia como arzobispo de Milán por motivos de edad, mostró un especial empeño en el diálogo y el entendimiento con los hebreos, no sólo "hermanos mayores" –lo que en la Biblia no siempre tiene connotaciones positivas: baste pensar en Caín y Abel, o en Esaú y Jacob–, sino, como prefiere denominarlos Benedicto XVI –con quien compartía la dedicación al estudio y a la pastoral–, "padres en la fe", expresión que recuerda las raíces hebreas del cristianismo y que por tanto nos sitúa en una misma tradición religiosa, aun interpretada en modo diferente, no antagónico.

Ha muerto un gran hombre que será recordado por su servicio activo, crítico, constructivo a la Iglesia.

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