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Juan Carlos Girauta

Cuando decíamos libertad

La taquicardia feliz de la anarquía y las veladas en las que todo podía lograrse sin moverse de un piso del Ensanche. La ingenua fatuidad –hoy emociona casi– con que dimos por supuestas tantas cosas.

Ramblas abajo, ya en Santa Mónica, cuando el mar no es que te atraiga sino que se hace imposible no volver a él, a la izquierda, al final de una callecita irreal nos topamos con el fantasmagórico edificio que aloja el Museo de Cera de Barcelona. Tiene sus condes, reyes y reinas congelados, sus deportistas consagrados, sus asesinos en serie. Tiene todo lo que un museo de cera ha de tener, una sordidez lúdica, el olor de las tardes infantiles donde la historia no difiere de los cuentos. Ése es el lugar en el que deberían estar.

Ningún otro espacio, ninguna otra ensoñación, ningún otro material más idóneo que la cera. Cera moldeada con color de carne humana, y pelos de muñeca, y vestimentas, decorados y música de fondo. Es urgente que se habilite allí una sala para nuestras expectativas frustradas, para nuestros sueños rotos, para nuestra idiotez. La imperdonable idiotez de quemar tantos días, tantos años. Por mor de esas calles precisamente. Porque todo era, siempre, Ramblas abajo. La taquicardia feliz de la anarquía y las veladas en las que todo podía lograrse sin moverse de un piso del Ensanche. La ingenua fatuidad –hoy emociona casi– con que dimos por supuestas tantas cosas. Mientras los perros y los lobos y las águilas que vestían igual que nosotros, llevaban nuestros mismos macutos, escuchaban los mismos discos –y, eso sí, nos pasaban unos cuantos años– construían, apenas con unas discretas dosis de verdad, el pasado más rentable que quepa imaginar, la legitimación de sus actuales expolios. Cuando decíamos libertad puede que dijéramos algo parecido a esto. No cuando decíamos Cataluña.

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