No sé por que endiablado laberinto se habrá perdido España para acabar convirtiéndose en el país menos dispuesto del mundo a defender sus propios intereses, su dignidad, su integridad y, en definitiva, su supervivencia. Arranca el autoodio de seculares diletantes, de pesimistas crónicos; la Generación del 98 habría dejado otro legado si hubiera dispuesto de Prozac.
Hay algo de gran complacencia masoquista –algo turbio que tiene que ver con el resentimiento y con algunos de los ritos tribales del despilfarro que retrata Marvin Harris– en la desenfadada alegría con que se dilapida el respeto internacional, el ascendiente global labrado astutamente por Aznar, para encarnarnos en un gobierno de los hermanos Tonetti. Moratinos podría tener al menos algún detalle estético, algún rasgo del perdedor a conciencia, y ejemplarizar un apostolado del fracaso que iba a caer muy bien en este país tan curioso. Pero no es el payaso de las bofetadas de León Felipe, es infinitamente más absurdo y más grotesco. No me siento representado por un tipo que anuncia a bombo y platillo una importante entrevista con el jefe de la diplomacia americana y que al final, tomándonos, como suele, por lo que él es, agarra al pobre cesante por el brazo, le obliga a sentarse en cualquier sitio y le aturde con un galimatías de nueve minutos a la vista de todos. Un rollo que debió ser de antología, pues en él cupieron las relaciones bilaterales, Iberoamérica, el Sáhara, el Magreb, Palestina, las misiones de paz, la visita de Chávez y los derechos humanos en Cuba. El único punto ligero sería el último, pues en Cuba no existe nada parecido. El resto lo imagino y lo recreo entre la vergüenza y la carcajada. Se me saltan las lágrimas y no sé de qué son.