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Juan Carlos Girauta

El Rojo

Su cara de angelote, su andar desgarbado le procuran la afinidad atolondrada de los simples, pero cuando abre la boca le sale un ectoplasma con el aspecto del Campesino y la bondad de la Pasionaria

“Es que soy rojo”, dice Rodríguez. Caricatura triste del torpe boceto de una estampa mugrienta que habita en el pasado y en la mentira. Emblema de una izquierda ignorante e irresponsable que, por fortuna, no agota el aún llamado socialismo español. Hay que tener con él muchísimo cuidado. Su cara de angelote, su andar desgarbado le procuran la afinidad atolondrada de los simples, pero cuando abre la boca le sale un ectoplasma con el aspecto del Campesino y la bondad de la Pasionaria.
 
La izquierda había hecho la transición cuando tocaba y ya no había que mencionarle a Carrillo las sacas de Madrid, las noches de plomo de Paracuellos. Ni echarle en cara al PSOE la revolución del 34 o las delicadezas de Margarita Nelken. Habían corrido los años y, legalizado por Suárez, Carrillo se había quitado la peluca y había adoptado la rojigualda, gesto que significaba muchas cosas, y todas buenas. Además, fuese cual fuese la evolución de la derecha, era claro que los socialistas eran la otra columna del edificio nacional. Ancianos generales miraban a González con esperanza y la CIA celebraba a los “jóvenes nacionalistas españoles”.
 
Todo el mundo puso de su parte. Primero los franquistas conducidos por Suárez y, enseguida, al constatar el éxito del referéndum para la reforma política, las izquierdas. Fuimos el ejemplo de las naciones que salían de la dictadura. El último coletazo del siglo XIX, el golpe de Tejero, tuvo un resultado opuesto al que buscaban las diversas conspiraciones en marcha: el fin de cualquier posibilidad de un golpe militar: la pervivencia de la democracia ya sólo dependía de los demócratas. Los socialistas mostraron una lamentable falta de honradez en sus años de gobierno, pero el presidente sevillano jamás se quemó con el fuego de la demagogia guerracivilista, ni agitó porque sí el tronco del Estado. La galería institucional, en particular las autonomías, seguía considerándose un milagro. Mientras tanto, un indolente licenciado en derecho sesteaba en el Congreso, imitaba a Felipe en privado y acariciaba ambiciones de verdadero poder que, sin embargo, no le alentaban a dotarse de cultura política ni a aprender historia.
 
Empatía, engolamiento y falsas esdrújulas. Pobre Rodríguez. Capitaneó la demagogia callejera contra el gobierno del empleo y el euro. Chapoteando sobre chapapote, iracundo por Irak, saltó a la Moncloa con la onda expansiva de unas bombas malditas que funcionarios traidores o imbéciles –o ambas cosas a la vez– dejaron colocar a quienes tenían controlados, pinchados y seguidos.
 
Ha animado y avalado Rodríguez esa amenaza que llaman reforma estatutaria, que puede volar lo conseguido por izquierda y derecha en treinta años. Fuera adula al enemigo y apuntala dictaduras; dentro remueve los cadáveres del fratricidio y rescata el lenguaje de la catástrofe. “Es que soy rojo”, dice. Ay.

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