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Juan Carlos Girauta

La importancia de los nombres

¿qué clase de logro? No el de ampliar derechos, como se ha visto, sino el de obligar a todo el resto de la sociedad a aceptar un trastorno semántico

Es fundamental entender por qué al regular las uniones de individuos del mismo sexo, el gobierno no sólo las ha dotado de contenido similar al que el derecho civil da al matrimonio, sino también del mismo nombre. El asunto se ha presentado como una “expansión de los derechos” y se ha llegado a amenazar gravemente a los funcionarios que se nieguen a celebrar la ceremonia invocando la cláusula de conciencia. Tanto la denominación de matrimonio, como la presentación pública de la ley, como la amenaza, persiguen fines que nada tienen que ver en realidad con los derechos de los ciudadanos. Veamos por qué.
 
Salvemos antes lo que sí tiene que ver con derechos (y con obligaciones): la regulación en sí, su contenido normativo, las garantías derivadas, la protección jurídica. No el nombre. Con cualquier otro nombre, la institución existiría, se obtendrían los objetivos jurídicos perseguidos y, además, la ley se habría aprobado por unanimidad, ahorrando al país un nuevo motivo de enfrentamiento. Pretender que el nombre amplía o reduce derechos es absurdo. ¿Qué perdería el derecho al honor cambiando su nombre por derecho a la reputación, y manteniendo su regulación? ¿En qué se afectaría al derecho a la inviolabilidad del domicilio si se llamara derecho a la inviolabilidad del hogar, o de la vivienda? ¿Y si el derecho a la educación se llamara derecho a la enseñanza? Nada cambiaría. Algunos juristas criticarían la falta de tradición jurídico-política de las nuevas etiquetas. Por la misma razón, por la absoluta falta de tradición jurídica y política, rechazan muchos, al margen de creencias, que se llame matrimonio a algo diferente a la unión de hombre y mujer.
 
Los partidarios de la nueva ley presentan precisamente ese punto, la dimensión nominal, como un logro. Aceptémoslo. Pero, ¿qué clase de logro? No el de ampliar derechos, como se ha visto, sino el de obligar a todo el resto de la sociedad a aceptar un trastorno semántico. Violentando toda –toda– la tradición occidental. Y la oriental. Y la sensibilidad de las principales confesiones religiosas.
 
Luego está la amenaza o, más exactamente, la provocación. Es cierto que si las uniones civiles se hubieran regulado antes, hoy la voluntad de provocar a unos para complacer a otros estaría más clara. En cualquier caso, el gobierno aprovecha ese hueco para estirar un concepto lleno de contenidos emocionales. El objetivo real es explotar los contrastes que ellos mismos han dibujado entre progreso y reacción, apertura de miras y cerrazón, futuro y pasado. Para culminarlo se van a permitir conculcar un derecho constitucional, el de invocar la cláusula de conciencia. En resumen: además de una regulación justa, hay una nueva obligación para la sociedad y un viejo derecho en peligro.

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