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Juan Carlos Girauta

Lo de Cebrián

Que al hombre fuerte de Prisa le exaspere el ciego egoísmo del capitalismo tiene miga.

En su artículo Bajo las bombas, Juan Luis Cebrián reflexiona “sobre la respuesta de las democracias” a los atentados londinenses, no sin antes agradecer a Dios que ni “nuestros iluminados comentaristas de domingo” ni los “parlanchines portavoces” del PP culparan esta vez a ETA. No consta que se alegre por no haber encontrado la SER terroristas suicidas depilados en el tube ni por no haber alentado su televisión el acoso a las sedes del partido laborista.
 
La respuesta, afirma, “no puede ser, de nuevo, una guerra indiscriminada y cruel como aquella en la que se embarcó el trío de las Azores”. Dejémoslo en que la respuesta no es la guerra, porque si ha habido alguna no indiscriminada, es precisamente la de Irak. ¿Cuánto cree que le duraría a los Estados Unidos una guerra sin discriminación de objetivos? En cuanto a la crueldad, pregúntele el académico a los iraquíes de a pie cómo se las gastaba Sadam cuando en Irak no había elecciones.
 
Las respuestas a un terrorismo de “carácter internacional” tendrán que basarse en “acuerdos y decisiones de idéntico significado, lo que enfatiza la necesidad de recuperar el papel de la ONU”. Nada dice de la absoluta incapacidad de la ONU para enfrentarse a tiranos armados y agresivos decididos a llevar adelante sus planes de dominación, rearme, expansión territorial y genocidio. Por no hablar de la corrupción que ha acompañado la gestión del programa petróleo por alimentos, de la congénita corrupción de la organización.
 
No se trata de lo que Cebrián -y la izquierda española a la que ilumina y guía- prefiera. Aunque el más riguroso multilateralismo fuera deseable (que no lo es), es imposible evitar que la única superpotencia del mundo se proteja de acuerdo con su percepción del peligro una vez ha sido atacada (cruel e indiscriminadamente, esta vez sí) en su propio territorio. El deseo de evitarlo está contaminado por el prejuicio antiamericano; ahí está el titular de El País que siguió al 11-M: el mundo no estaba en vilo por lo que el islamismo estaba haciendo sino por la posible respuesta de la primera democracia del mundo.
 
El artículo es una reafirmación del mecanismo de inversión de la culpa propio de la izquierda opulenta: la batalla se ha de dar en los frentes judicial y policial (no en el militar), “pero también en el cultural, en el educativo y en el religioso. Atañe (…) a la lucha contra las desigualdades económicas y a la eliminación del exasperante y ciego egoísmo de las sociedades capitalistas”. Una nueva llamada a la autoinculpación, al desarme -en sentido moral y en sentido estricto-, ante los que nos han declarado la guerra para imponer un totalitarismo teocrático. Que al hombre fuerte de Prisa le exaspere el ciego egoísmo del capitalismo tiene miga.
 
¿Qué más pueden hacer nuestras sociedades en los “frentes” cultural o religioso que no estén haciendo ya, toda vez que ningún estado musulmán, fundamentalista o no, respeta los mínimos de reciprocidad culturales y religiosos? ¿Y qué tendrán que ver las desigualdades económicas con una red terrorista impulsada y financiada por familias y organizaciones con recursos financieros inagotables? ¿No le merece ninguna reflexión que los países más pobres del mundo no están implicados en el terrorismo internacional sino intentando sumarse a una globalización que la izquierda occidental aborrece?

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