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Juan Carlos Girauta

Un daño irreparable

No llegarán las disculpas. Ninguno de los verdugos civiles de Liaño, ninguno de los loros repetidores del "prevaricador… prevaricadorrrr" dirá "me equivoqué". Ninguno de los servidores públicos que sirvió a intereses privados se confesará avergonzado.

Un juez vocacional, recto y valiente, de los que aplican la ley sin reparar en el poder, los amigos e influencia del justiciable; un juez de verdad, como los que vemos en algunas películas porque la realidad los ha ido aniquilando; un juez justo, un buen juez español ha sufrido en sus carnes una larga y destructiva operación de ataque al hombre. La mayor quizá de nuestra historia democrática, pues fue orquestada y rigurosamente ejecutada por el mayor poder político y por el mayor poder mediático, al alimón.

No repararon en vilezas. Liaño había dejado de ser un ciudadano con sus derechos para convertirse en un objetivo a destruir, a anihilar, a matar civilmente. Si había que salpicar a su mujer para maximizar el daño, operando como la peor escoria mafiosa, se hacía. Si había que prevaricar para acusar de prevaricación, adelante. Si había que convertir al juez en muñeco del pim pam pum, ¡cuántos estaban dispuestos! Una vez fabricado el sambenito infamante, éste se adhirió a su nombre. Obedeciendo consignas y deseos de los poderosos maquinadores, se puso a la tarea la entera ganadería Polanco, y aun otros hierros por simpatía o cálculo.

De forma que el nombre del juez privado de su oficio se acompañaba siempre del "prevaricador". Ni una sola vez olvidaron los muchos políticos de Polanco, sus pocos académicos, sus inacabables escritores y artistas, su legión de periodistas, su vanguardia de tertulianos roqueños, colgarle el delito con el que salió de un juicio parcial. La degradante etiqueta tuvieron que fabricarla otros jueces. A veces no hacen falta promesas ni amenazas porque el colega togado está encantado de echar una mano.

Osó Liaño tocar a Polanco y Cebrián creyendo que la justicia penal entiende de conductas independientemente de su autor, dando por hecho que todos los españoles son iguales ante la ley. Ahora que una instancia supraestatal ha venido a darle la razón a Liaño, nuestra democracia sufre una conmoción, por mucho que los medios de Prisa releguen la noticia a donde no pueda verse.

No llegarán las disculpas. Ninguno de los verdugos civiles de Liaño, ninguno de los loros repetidores del "prevaricador... prevaricadorrrr" dirá "me equivoqué". Ninguno de los servidores públicos que sirvió a intereses privados se confesará avergonzado. Diga lo que diga Estrasburgo, pensarán, el poder es el poder. Con cinco mil euros, todo arreglado. Se equivocan.

El descrédito de las sucesivas instancias judiciales y del Tribunal Constitucional por su actuación hará mella en la imagen de imparcialidad de las altas instituciones. El daño, sin una crítica profunda e implacable a un sistema de justicia capaz de producir tan monstruosa injusticia, es irreparable. Tanto para Liaño, tarde y simbólicamente reivindicado, como para esta triste democracia de pacotilla.

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