A veces pienso que existe un acuerdo secreto entre los dos grandes partidos para respetarse las vacaciones de agosto. Aquí las planas mayores veranean aunque el cielo se desplome sobre sus cabezas. En contraste, parece que el clásico veraneo apenas lo practica la mitad de la población española.
Aprovechando la guardia baja de socialistas y populares de primera fila, los pequeños partidos se crecen e irrumpen outsiders del raciocinio con fabulosas iniciativas, tales como una Constitución secesionista. Dislate que deja en nada la invitación a humillarnos extemporáneamente por la guerra del Rif, esto es, por no haber dejado sin respuesta el desastre de Annual. Lo suyo es que no olvidemos las derrotas de nuestros antepasados y pidamos perdón por sus victorias, nueva dosis de veneno para disolver cuanto lazo afectivo sobreviva con esa cosa que llaman España, tan vaga, tan desdibujada que hasta un escritor que la había presidido olvidó su nombre.
Me asalta la imagen de Carod convertido en la madre de Alex Sebastian, el alemán de Encadenados, ofreciéndonos solícito tacitas de café envenenado como si fuéramos Ingrid Bergman. El mundo nos mira como al principio miraba Cary Grant a la pobre muchacha, convencido de que su decadencia se debía a las curdas nocturnas y al lascivo desenfreno. Pero aquí no hay un Hitchcock para reconducir las cosas.
Es lo que tiene la madurez, que uno comprende que lo que no haga por sí mismo, no lo va a hacer nadie por él. También las naciones son artífices de sus destinos. Y en esta película, como suele ocurrir en el cine actual, los malos son más listos que los buenos, que creen que el orden institucional se mantendrá por sí solo o, lo que es peor, que de vez en cuando se le pueden dar un par de coces impunemente, más que nada para quedar bien con la señora Sebastian, entre café y café.