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Juan Gillard López

El mejor ministro del Interior español

Para Francia, la opción de Sarkozy pudiera ser su última tabla de salvación si no quiere seguir hundiéndose en ese proceso de decadencia suave pero constante al que le ha conducido una clase política tradicionalmente estatista.

La visita de Nicolas Sarkoky a Madrid para celebrar un mitin de campaña es un hecho singular y sin precedentes, pero que se explica por la personalidad y la experiencia vital de su protagonista.

Como ya adelanté en un artículo publicado en esta casa en enero de 2005, su acceso a la presidencia situaría por primera vez en el Eliseo a una persona que conoce de primera mano la realidad española. Muchos de los desencuentros que se produjeron con sus antecesores tenían bastante que ver con la ausencia total de recuerdos personales relacionados con su vecino del sur. Chirac, Mitterrand o Giscard apenas habían pisado la península antes de ser presidentes. De Gaulle, curiosamente, realizó en sus últimos meses de vida un viaje familiar por España, con visita al Pardo incluida. Como explicó en sus memorias, para el creador del gaullismo sólo eran dignas de su consideración las viejas naciones y la nuestra era una de ellas, por mucho que les pese a demasiados de sus actuales oriundos.

Por el contrario, la experiencia española de Sarkozy, indudablemente estimulada por razón de matrimonio, le ha permitido intimar con nuestra gente y querer a nuestras tierras y su cultura. Por las venas de su hijo Luis corre la sangre de Isaac Albéniz, y eso cuenta.

En el clima de envilecimiento del lenguaje que preside la política antiterrorista del Gobierno Zapatero, Sarko se ha convertido en el mejor ministro del Interior español. Con regularidad, las verdades del barquero sobre la realidad de ETA no provienen de nuestros servicios de información, sino que nos tienen que llegar del otro lado de los Pirineos. También debemos recordar su muy simbólica presencia en la solemne entrega de las medallas a las víctimas del terrorismo que organizó Aznar en el Senado.

Para Francia, la opción de Sarkozy pudiera ser su última tabla de salvación si no quiere seguir hundiéndose en ese proceso de decadencia suave pero constante al que le ha conducido una clase política que, sin diferencia de colores, ha sido tradicionalmente estatista. La "Unión Soviética con éxito" decía el añorado Revel. Una de las anécdotas más sabrosas de esta campaña presidencial ha sido el hecho de que, mientras que Sarkozy buscó "hacerse la foto" con Blair, Ségolène Royal lo ha evitado cuidadosamente. Esto ya no es lo que era. Solo queda esperar que, si llega a tomar el timón, la pesada maquinaria administrativa francesa no fagocite las vocaciones liberales del candidato.

En coherencia con sus convicciones, el ministro del Interior galo es un decidido atlantista, muy bien recibido en la Casa Blanca, que no ha dudado en desmarcarse repetidas veces de la doctrina exterior del Ejecutivo del que forma parte.

Su originalidad incluso se ha traducido en su cuestionamiento de la laicité tan consustancial a la ideoacracia gala desde la III República, desafiando así un tabú intocable. Sin necesidad de escorar hacía la confesionalidad, existe un terreno intermedio de reconocimiento a la identidad propia. Por el contrario, la laicidad en Francia siempre fue un mecanismo eficaz que, mediante la técnica del goteo, consiguió enraizar un sistema de ideas de una minoría gobernante, que dio la espalda a la esencia histórica de la nación en la que se implantó, la fille ainée de l’eglise como les recordó Juan Pablo II.

Caben pocas dudas de que Sarkozy en la Presidencia de la República sería la mejor de las alternativas en lo que a los españoles nos toca. Para ZP y su proceso de rendición, seguramente, una pesadilla. Se lo imaginan...

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