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Juan Gutiérrez Alonso

El Gobierno revolucionario

Al Gobierno revolucionario no le importa la ley, o las exigencias del sistema democrático que lo hicieron posible.

Decía Chateaubriand que toda revolución ha ofrecido siempre el prodigio de una nación sacrificada por un puñado de hombres a una quimera. Es cierto, no obstante, que las revoluciones ya no son como antaño, pues hoy día se puede revolucionar de modo institucionalizado, con un Gobierno revolucionario, que nada tiene que ver con el Gobierno representativo que alumbró el constitucionalismo liberal, aunque su fuente de legitimidad democrática sea la misma.

Al Gobierno revolucionario no le importa la ley, o las exigencias del sistema democrático que lo hicieron posible, tampoco el equilibrio de poderes, el decoro político y menos aún la sociedad que gobierna, reducida a consignas y a los círculos que controla, esa organización tan esencial para la buena marcha de los objetivos establecidos. Esta forma de gobierno se dota además de líderes y portavoces capaces de inspirar una extraordinaria fe en su anunciada misión, que suele ser ni más ni menos que la liberación del género humano de todos los males que le azotan. Y aunque se dicen ateos y contrarios al peculio, en el Gobierno revolucionario abundan adictos al dinero que acaban convirtiendo al Estado en un botín, predican el colectivismo como transformación de los capitales privados en capital social para el bien de todos y convierten la Administración Pública en el intermediario del reparto, el promotor de la protección de los intereses de aquellos círculos que confunden con la sociedad y, en definitiva, el financiador de la (des)igualdad. Y todo ello se hace con ardiente fe religiosa.

Asimismo, las exigencias del Estado de derecho, aunque nuestros revolucionarios hayan estudiado leyes e incluso enseñen en las facultades, son una cuestión menor. La ley, para ellos, es un producto de las circunstancias que, como señalaba Napoleón Bonaparte, debe cambiarse por nuevas circunstancias, es decir, sus círculos y ellos mismos, que se convierten en la única fuente de legitimidad. Así, si la ley prevé mecanismos rígidos de modificación, equilibrios institucionales o mayorías de las cuales no se dispone, el Gobierno revolucionario no abdica de su programa. Busca y encuentra los mejores compañeros de viaje para tal empresa y, acto seguido, con todos los medios que el Estado le permite, promueve el exorcismo del crítica o disidente, el envilecimiento de la sociedad y la opinión pública contra la ley misma; su pasado, las condiciones que la alumbraron y cualquier sector político o de opinión que la defienda. Si no se consiguió una hegemonía en las urnas que les permitiera la demolición del sistema por los procedimientos establecidos, entonces debe forzarse en las calles y en los círculos de creación de opinión, provocando un clima asfixiante, hostil y casi prebélico, conscientes además de que ellos nunca serán culpables, pues en la crítica aparecerán como responsables quienes defienden la ley y osan resistir los planes del gobierno revolucionario, por "ir contra el consenso", "lo que pide la gente", "lo que hay en los países de nuestro entorno", y demás supercherías dirigidas a crear una legitimidad y unas necesidades aparentemente ineluctables que desplacen a la legalidad misma.

El gobierno revolucionario busca, y normalmente consigue, un estado mental en la sociedad y las instituciones nunca antes conocido. Son las emociones, estúpidos… Y para llegar a esto la agitación continua y la afrenta son obligatorias. El poder limitado que caracteriza a todo Estado democrático y de derecho debe ser de facto ilimitado o potencialmente ilimitado, creándose todas las condiciones posibles para que quienes tienen conferidas las competencias constitucionales de limitación teman incluso ejercerlas. Los derechos y libertades de los ciudadanos, la institucionalidad misma, pasan así a ser una anécdota ante la nueva realidad. El ejercicio del poder se torna pugilismo, una lucha abierta y varonil, hoy también femenil, que delinea y establece combates continuos en el crepúsculo mismo del orden constitucional, que obligan a los adversarios a movilizar todas sus fuerzas para responder a la agresión con agresión, e intentar deshacerse por todos los medios de una forma tiránica de ejercer el poder. Pero el combate es desigual. El Gobierno revolucionario cuenta con la Administración Pública y el presupuesto, busca deliberadamente fagocitar todos los ámbitos de actuación y opinión,  y convierte finalmente a la sociedad en una cofradía inhumana donde encontrar las peores perversiones y donde los ciudadanos incluso acabamos convencidos de que es normal dañarnos a nosotros mismos.

Ante al ascenso de los Gobiernos revolucionarios, a la sociedad sólo le quedan dos opciones, la obediencia o la rebelión, que, dicho sea de paso, el propio sistema dificulta porque ésta ya ha empezado institucionalmente. No sabemos si acabaremos posando como Cayo Mario sobre las ruinas de Cartago. 

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