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Juan Gutiérrez Alonso

La hora de los historiadores orgánicos

El objetivo último no solamente es reescribir la historia, como se anuncia, sino la conformación de ejércitos de activistas en el terreno histórico.

El objetivo último no solamente es reescribir la historia, como se anuncia, sino la conformación de ejércitos de activistas en el terreno histórico.
Pedro Sánchez en Ermua | EFE

Un mundo comunistizante como el actual no se explica adecuadamente sin los denominados "intelectuales orgánicos", esa categoría atribuida al sociópata Antonio Gramsci, aunque en verdad siempre han existido perfiles que cumplían de un modo u otro sus mismas funciones. La novedad actual de los encargados de la homogeneización del pensamiento y el vínculo entre estructura y superestructura tal vez sea su número y la sofisticación del desempeño, pero poco más. Esto es seguramente lo que impulsa un nuevo gregarismo, la erosión de la sociedad libre y el fortalecimiento descontrolado de las estructuras de poder.

En efecto, al (re)producir nuestras sociedades contemporáneas intelectuales orgánicos a granel y dejarles entrar en todos y cada uno de los ámbitos de poder e incluso, como estamos viendo, hasta lo más profundo de nuestras vidas, el resultado no puede ser otro que una progresiva descomposición y un clima de crispación y grandes frustraciones. En definitiva, una inevitable tensión que genera la defensa de la libertad y la verdad mientras se desarrolla una forma de tiranía. Cabe decir que difícilmente se encontrará un modo convencional de corregir la desdicha.

Mark Twain, con la gracia que le caracterizaba, decía que quien abre su puerta a un viajante de comercio debe sufrir las consecuencias, pues el mal ya está hecho. Los viajantes de comercio no difieren mucho de este tipo de intelectuales al servicio de planificadores de todo signo, intensidad y pelaje. Una vez en los altares del poder, con la maquinaria del Estado y los boletines oficiales a su disposición, no es sencillo librarse de ellos ni evitar el mal que causan. Es más, en su eventual retirada como consecuencia del dictado de las urnas —siempre y cuando esto es posible— dejarán un campo de minas difícil de sortear y que no hará sino adelantar o presagiar su regreso más pronto que tarde y, con certeza, en una versión si cabe aún peor.

El caso es que nos hemos acostumbrado y hemos asumido como sociedad los dictados y estímulos de los colectivistas y sus intelectuales orgánicos. Omnipresentes en los centros de estudio, en los medios de comunicación, en las letras o artes escénicas y audiovisuales; también en los argumentarios que hoy circulan con más velocidad y expansión que nunca. Sus dictados y estímulos han saltado ya a las normas, a eso que algunos denominan "leyes ideológicas", desafiando así los equilibrios del constitucionalismo liberal y adentrándonos consecuentemente en un nuevo tipo de sociedad cerrada, servil y claudicante, donde el margen de discrepancia es mínimo y la disidencia acabará ejerciéndose de modo casi clandestino para evitar el oprobio y el aquelarre público.

La presión ideológica ya no está ni estará en la actividad de organizaciones muy determinadas y reconocibles, el control tampoco se limitará a los medios o la educación como tradicionales altavoces del poder, sino que lo encontraremos en la ley misma. Los chamanes han entendido que el ciudadano medio ha creído el sofisma de que el poder existe para tutelarle y protegerle. Nunca en nuestra historia reciente se dieron mejores condiciones para legislar y hasta constitucionalizar la servidumbre. Por eso los textos normativos son hoy fundamentalmente programación, eliminando en paralelo su control o fiscalización mediante la intensa propaganda, la violación sistemática de la neutralidad, la coacción pública e incluso la amenaza a la magistratura, donde la resistencia hoy es heroicidad.

En esta demolición del Estado constitucional están los intelectuales orgánicos. Así es como se desmantela la paz social a través del Estado y el Derecho, emergiendo en este proceso, como fase avanzada, la memoria y la historia. Es por tanto el turno de los historiadores orgánicos. De ahí la relevancia de esa ley de la que habla todo el mundo últimamente y sus homólogas territoriales. El objetivo último no solamente es reescribir la historia, como se anuncia, sino la conformación de ejércitos de activistas en el terreno histórico. Especialistas en retorcer los hechos, los textos y cualquier evidencia al dictado, no ya del gobierno de turno, sino de la ley. El relato hecho ley. Nuestro pasado al servicio de un futuro colectivizante, un relato, una narrativa y, en definitiva, una cancelación de todo aquello que interesa eliminar o moldear. Nada que algunos no hayamos vivido ya, por ejemplo, en la Hispanoamérica bolivariana, que es el espejo donde nos miramos desde hace tiempo.

Polibio, por recordar a uno de los más célebres historiadores, junto a Heródoto y Tucídides, se mostró preocupado por la labor de los suyos. Ni siquiera en el método de trabajo hay unanimidad, como demuestran los mencionados, pero según el primero, los historiadores no deben limitarse a la simple narración de los hechos, sino que deben ponerlos en relación y explicar sus causas. Pero claro, hay que presumir la honestidad en esa tarea y esto no siempre es así. Nuestros colectivistas y poderes actuales lo saben. Por eso se empeñan en sentar las bases y facilitar instrumentos, ni más ni menos que normativos, para que la línea de acción y el método en la historiografía la marque, con seguridad, un grupo de analfabetos con título universitario que, por afinidad política y servilismo acreditado, dispondrán de la estructura administrativa, editorial, mediática y universitaria a su servicio, también con presupuesto ilimitado, para convertir la reescritura histórica en una industria y, como mínimo, crear una confusión respecto de los hechos que conforman no sólo las historias particulares sino la universal.

En Italia, curiosamente, hace muy poco se ha publicado el libro titulado 1922: Il diario dell'anno che cambiò per sempre la storia d'Italia (Francesco Bogliari). Su contenido se limita a portadas y recortes de los principales periódicos de la época acerca de los acontecimientos que marcaron el nacimiento del fascismo en aquel país. No hay comentario, glosa, aclaración, texto o interpretación alguna, sólo una sucesión de titulares dispuestos cronológicamente para que el lector llegue a sus propias conclusiones sin intermediario, intelectual ni historiador alguno. El manuscrito es ideal y cualquiera sin prejuicio llegará a sus propias conclusiones. Es igualmente una opción, un método, que puede conducir al lector a conclusiones inquietantes.

Sea como fuere, la historia se ha convertido definitivamente en un nuevo campo de batalla político e ideológico. Siempre lo fue en cierto modo, pero nunca como actualmente. La ausencia de lealtad y compromiso con la verdad, algo muy evidente en nuestros días, es el paso previo a una lobotomía general con el BOE en mano. Hay que preguntarse consecuentemente si este proceso es evitable o, por el contrario, debemos bajar los brazos y asumir sus consecuencias.

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