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Cuando yo cursaba la asignatura recogida bajo el epígrafe "gimnasia" en la cartilla de calificaciones era considerada como una "María". ¿Qué quería decir aquello? Muy fácil: todo el mundo (padres, familiares y amigos) sobrentendía que aquello era un simple trámite, una engañifa, pero qué va. Eso sería así fuera de las fronteras del madrileño colegio Raimundo Lulio, sito en la populosa barriada de Vallecas (cerca de un millón de habitantes); en mi "cole" moraba un tal Rafael Pajarón que era todo un hueso duro de roer. Imposible de roer, qué caray. Hasta tal punto llegaba la situación que recuerdo nítidamente cómo el primer día de clase nos agolpábamos alrededor del tablón de anuncios con la única preocupación de saber si ese año te "tocaba Pajarón". Con el tiempo (la experiencia es un grado) lo que hacíamos era mandar un emisario del 6° de E.G.B. y deducíamos si nos había caído el gordo por los gestos que hacía; a saber: manos a la cabeza, inevitablemente Pajarón; puños al aire con saltitos incluidos, otro cualquiera, la liberación de Espartaco.

A mi hubo una vez que me "tocó Pajarón". Aquello significaba sangre, sudor y lágrimas. Y presión, mucha presión. Uno podía suspender con ciertos aires de dignidad la química, la física y desde luego las matemáticas, pero jamás la gimnasia. Mucho menos la "pretecnología", nombre artístico con el que se conocía al "trabajo manual" (ya saben, la segueta y todo aquello). Por la ley de Murphy cabía la posibilidad de que tuvieras un amigo gimnasta, un superdotado. La ley se cebó conmigo porque todos mis amigos eran así, Carballos en potencia. Nunca llevé bien aquellos "insuficientes" de Pajarón y hace algunos años tuve ocasión de comentárselo personalmente; yo me dedicaba ya a esto del periodismo y él era por entonces seleccionador nacional de atletismo. Un seleccionador implacable y polémico.

Cuando yo hacía gimnasia imperaba la Quinta Ley de Parkinson, aquella que dice "si existe una forma de demorar una decisión importante, la buena burocracia, pública o privada, la encontrará". Por lo que puedo recordar traté de aplastar al profesor Pajarón a base de justificantes médicos y otras variedades firmadas por los padres... ¿o no? Fue en vano. Allí, quietos, silenciosos, inmensos, me esperaban siempre el potro, que a mi me parecía salvaje, la colchoneta, la cuerda y sobre todo la espaldera. Al final aprobé porque se me daba muy bien el "frontenis" y porque jugaba al fútbol con cierto orden. Algún tiempo después me topé con otro profesor de gimnasia que calibraba los saltos de longitud a ojo, sin medirlos. Un genio. Pero esa es otra historia.

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