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Me hago mayor. Echo de menos los tiempos tenísticos de Juan José Castillo, los años del blanco nuclear y las raquetas de madera, las Dunlop y las Donnay; y las pelotas blancas. Ahora mismo sólo el All England Tennis Club resiste esta invasión de los ladrones de cuerpos. Para los clásicos, Wimbledon se ha convertido en el último reducto (esas inmortales y deliciosas fresas con nata; el toque kitsch que engalana las dos semanas que dura el campeonato. El silencio). Luego vinieron la fibra y los anti-vibradores; las cintas adhesivas y las zapatillas con colchón de aire.

Pero antes Mc Enroe machacó otra tradición, la del fair-play, la de la inamovible educación entre caballeros. Después, las estrellas (Mats Wilander, sin ir más lejos) no aguantaban ya la presión y se refugiaban en el rock duro; o se divorciaban (ahí tenemos el ejemplo de Boris Becker). Y, por último, o penúltimo, ¡los padres! Padres amenazantes, coaccionando a sus pupilos; padres impresentables como el de Jelena Dokic, exigiendo favores sexuales a una reportera a cambio de una entrevista de su hija
para la televisión. Y mi admirado Pat Cash acusando a las jugadoras de estar gordas. En definitiva, la debacle.

Ahora me entero de que la Williams I (o sea, Venus) ha salido a la pista con un top imposible, con los pechos realizando juegos malabares y despistando a los recogepelotas. Cuentan quienes allí estuvieron que había más aficionados pendientes del busto de la americana que de su juego, y eso no puede ser. O puede ser, pero entre punto y punto. El ingeniero que diseñó el vestidito debió quedarse calvo; resulta imposible que no se le salieran. ¿Será una táctica?

Si el tenis tiene que ser definitivo precursor de la apertura deportiva en el siglo XXI ¿por qué no acudir todos –jugadores y espectadores, jueces y entrenadores– en pelota picada a la pista? ¡Abajo los tabúes! ¡Viva el streaking-tenis! Cuestión de márketing, al fin y al cabo.

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