Alguien del club me contó hace tiempo una anécdota sobre Zinedine Zidane. Siempre se paraba (y aún se para) para firmar autógrafos. Diez minutos, quince, veinte, los que fuera necesario... Un día fueron a hablar con él Raúl y Figo (otras versiones afirman, sin embargo, que fueron Raúl y Hierro, pero la persona que me lo contó a mí me aseguró que se trataba del portugués) para decirle que si él se quedaba después del entrenamiento firmando autógrafos a los aficionados, eso les forzaba también a ellos a hacer lo mismo. Zidane se limitó a responderles lo siguiente: "yo soy campeón del mundo y hago lo que considero necesario". Cualquier otro futbolista, y mucho más aún después de haber respondido así al principito merengue y al primer fichaje de relumbrón de Florentino Pérez, habría durado en aquel vestuario lo que un caramelo a la puerta de un colegio, pero el fútbol de Zidane es tan sólido e indestructible que aquella herida se suturó domingo a domingo, en cuanto el jugador francés se ganó el favor del exigente público del estadio Santiago Bernabéu. A la fuerza ahorcan.
Estoy convencido de que si aquella anécdota llegó a mis oídos lo haría también a los de Florentino. El presidente, un auténtico obseso de la imagen que el club traslada hacia el exterior, pensaría que aquel muchacho podía ser el embajador perfecto del Real Madrid. Zidane es un galáctico sereno y familiar, un tipo invisible ("si no hubiera estado cerca de él, pensaría que no existe", dijo Roger Lemerre) del cual se desconoce la marca de pantalones y calzoncillos que utiliza o el nombre de su peluquero; un deportista a quien resulta imposible ver por las noches en Pachá, Joy Eslava o Buda, la discoteca de moda ahora mismo en la capital de España; Zinedine Zidane es un jugador de fútbol a quien nunca le verán pintándose las uñas de los pies, tatuándose un dragón en el tobillo o colocándose un kikiriki.
Resumiendo: el francés es el tipo de futbolista que habría encandilado a Santiago Bernabéu, Antonio Calderón o Raimundo Saporta. Al ampliar su contrato hasta junio de 2007 lo que hace Florentino Pérez es asegurarse tres temporadas más al mejor jugador de fútbol del mundo; proponiéndole convertirse después en "embajador blanco" lo que logra es vincular su imagen a la del club al que pertenece, la imagen de una estrella del deporte mundialmente conocida a quien no importa lo más mínimo pararse a firmar cuantos autógrafos consideren oportunos sus seguidores, aquellos que le encumbraron hace mucho tiempo.