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Juan Manuel Rodríguez

El reino de los vientres planos

Acabo de darme cuenta que, entre las tres y las cinco de la madrugada, las televisiones españolas -la pública no, las privadas- se han convertido en el reino de los vientres planos, los pechos duros y los glúteos extraordinariamente redondos, un espectáculo de luz y color que elimina las estrías y las patitas de gallo con productos comestibles o aparatos de ejercicios con nombres tan rimbombantes como "tripaplaning x-50", o "beautifulforming". No querría ser yo quien diera la mala noticia pero, como asegura el "nuevo" Santiago Segura, "para adelgazar hay que dejar de comer". Exactamente hay que dejar de comer pan, frutos secos y dulces, con lo que comer ya no resulta uno de los cuatro "placeres cardinales" sino un simple proceso mecánico de mantenimiento, como cuando vas al taller para cambiarle el aceite al coche.

El aluvión de "Normas Duvales" mostrando muslo sí genera en mí, para qué nos vamos a engañar, cierto complejo de inferioridad. Norma no es sólo la musa de la derecha sino que, como le pasa a Raquel Welch, está más apetecible cuantos más años cumple. Anuncia un aparato consistente en acordonarte todo el cuerpo, de arriba abajo, como si fueras un moderno Gulliver a quien no ataran enanos sino la necesidad imperiosa de lucir palmito en la piscina. En primera instancia me entran unas ganas enormes de llamar al 906 de turno para colocarle el aparatito a todas las amigas que conozco, pero me contengo. El físico no lo es todo, y ahí está para demostrarlo la propia Norma que ahora sale con el magnate cinematográfico y televisivo José Frade.

Mea culpa. Una vez compré por teléfono uno de esos alambiques con cuya publicidad nos bombardean a aquellos que trabajamos de noche. "Top force" se llamaría, quién sabe; lo cierto es que el único desgaste que sufrí fue al montarlo: la pieza "X 36" debía ir sujeta, según aquellas instrucciones redactadas por Groucho Marx en un momento de depresión, a la pieza "W 90" a través de unos tornillos que venían envueltos en diminutas bolsas de plástico y que, a su vez, tenían también su propia nomenclatura que les diferenciaba del resto de hierros. Cuando concluí aquella dramática experiencia personal comprobé que sí, que estaba sudando, y una gota fría recorría mi frente. Está bien que insistan en el hecho de que, una vez montados, esos "potros de tortura" caben en cualquier sitio: desde hace tres años aquel diabólico instrumento duerme, oportunamente plegado, pieza contra pieza, en el desván de mi casa.

Lo que más me fastidia es cuando un pibón de diez sobre diez baja por las escaleras de un palacio de Palm Beach, acerca sus labios a la cámara y susurra: "cuando tuve mi primer hijo engordé unos kilitos"... ¿Kilitos? Esa señora no sabe qué significa el término "kilo"... ¿para qué le hace falta ir a "Cientific Model" o utilizar el "Body perfect 2000"? Es más, dudo que haya tenido jamás un hijo, y de ser así me dejaría yo mismo adoptar por ella. Porque en el reino de los vientres planos, los pechos duros y los glúteos extraordinariamente redondos, no podemos entrar nosotros, los gordos.

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