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Después de Karpov, nadie le había aguantado la mirada a Gari Kasparov, el temible "ogro de Bakú"; un ruso (no podía ser de otra forma) de 25 desafiantes años, Vladimir Kramnik, no sólo lo ha logrado sino que tiene al mito acorralado, entre la espada y la pared de un tablero de ajedrez, el deporte que le ha convertido en famoso y millonario a partes iguales.

Kasparov sonríe en Londres, mientras un equipo de asesores compuesto por los grandes maestros Miguel Illescas, Joel Lautier y Evgeni Bareev piensan para Kramnik, meditan para él, reflexionan cómo y de qué manera asfixiarle cualquier salida al azerbayano. Kasparov sonríe, y quienes le conocen comentan que por ahí se le va el aire al campeón; jamás lo hizo mientras jugaba porque para él, como para Anatoly Karpov, el ajedrez fue siempre un juego de supervivencia, un rito a cuyo inicio se ponía las pinturas de guerra.

Sí da la impresión de que al mejor jugador de la historia (excepción hecha del americano Fischer, el último genio ¿vivo?), se le ha acabado el fuelle. Echo la vista atrás y recuerdo a aquel pipiolo pretencioso, irrumpiendo en Sevilla'87 en la batalla mental más exasperante de la historia, con el objetivo de desarmar a la otra "K", el protegido de Campomanes.

Hoy el "ogro" tiene canas, y está más preocupado de la salud de su madre que de la apertura inglesa, o la defensa de doble Fianchetto. Además, en su fuero interno, seguro que prefiere cederle los trastos a Kramnik, alumno suyo y asesor durante la final del 95 ante el hindú Viswanathan Anand. La mirada de Kasparov ya no es la de un ogro, más bien la de un hombre atormentado y que quiere regresar a sus Palacios de invierno. Ha hecho historia, y lo sabe; no tiene ya conejos en su chistera, y en el Riverside Studio - como en el antiguo Oeste - se ha topado, por fín, con alguien capaz de desenfundar más rápido que él. Parece que no habrá muesca con el nombre de Kramnik. Pero, como Bobby Fisher, Kasparov se irá de Londres como llegó: siendo un mito.

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