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Juan Manuel Rodríguez

Sin despegar los pies del suelo

¿Qué estará haciendo en este preciso instante Manute Bol? Mientras yo escribo y usted lee, ¿en qué pensará el “techo” de la NBA? Está empeñado en regresar a Estados Unidos, país que abandonara en 1995 para jugar en un equipo italiano, porque en Nueva Jersey viven su mujer y sus cuatro hijos. Aunque es difícil saber qué estará haciendo o en qué estará pensando, es relativamente sencillo localizarle: vive en un suburbio de Jartum con dos esposas y un hijo. Tiene 39 años pero parece un anciano de 70; las piernas apenas logran soportarle y el dolor de las rodillas resulta insufrible hasta el punto que, en ocasiones, no puede caminar con normalidad. Viéndole ahora parece mentira que pudiera frenar a los mayores “tanques” de la Liga profesional estadounidense. Arruinado, mal viviendo en una casa sin muebles, Manute Bol saboreó la gloria en Washington Bullets, Golden State Warriors, Miami Heat y Philadelphia 76ers. La suya es una historia a la altura de Gore Vidal, eterno candidato al Nobel de literatura y ex cronista deportivo.

Verle sobre la cancha era un show. Diferente, sin duda, al que ofrecían Larry Bird o Magic Johnson pero, al fin y al cabo, espectacular. Cuando irrumpió en la NBA con sus 2,31 metros era el jugador más alto de la Liga. Al retirarse sólo uno, Gheorghe Muresan, igualaba su estatura. Pero durante años Bol fue un especialista, allí, cómodamente instalado en su zona, increíblemente lento a la hora de ejecutar cualquier tipo de movimiento, fino como un palillo y largo como un día sin pan. A los más grandes (Pat Ewing, sin ir más lejos) les costaba zafarse de aquel rascacielos que, en su primera temporada, puso 397 tapones, un récord que todavía no logrado superar nadie. Woody Allen solía bromear: “Es tan delgado que para ahorrarse el billete de avión lo mandan por fax de una ciudad a otra”.

Vivió su época dorada y Nike o Kodak le instalaron cómodamente entre las estrellas más cotizadas. Invirtió 500.000 dólares en el “Manute Bol Spotlight” (luego quebró) y compró casas en Egipto y Maryland; aunque, según él, la mayoría del dinero que ganó fue para la guerra civil que asola Sudán desde hace veinte años. Ahora actúa como jefe dinka, organizando bodas y velatorios y le gustaría instalarse en Turalei, su aldea natal, para cuidar de su propio ganado. Manute Bol es prisionero del Gobierno de Sudán que no quiere dejarle marchar. El hombre que encestaba sin despegar los pies del suelo no puede ya jugar al baloncesto y está quebrado por la vida, una guerra absurda y el reuma.

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