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Juan Manuel Rodríguez

También yo tengo derecho a mi ola

Será porque lo más cerca que he visto el mar en el último año ha sido en las fotografías de los mantelillos de la cafetería conocida como VIPS, justo antes de hincarle el diente al "sándwich noruego", pero al ver las imágenes de Mike Parsons galopando una ola de veinte metros (un edificio de seis pisos) se me ha caído una lagrimita. Siempre aparto la cubertería y la servilleta de papel para quedarme con la cabeza apoyada sobre los codos, extasiado ante esa cala anónima, la playa que me espera -y eso que yo soy más de sierra- como a Zinedine Zidane le esperaba su Tahití. Todo el mundo come a la misma velocidad que conduce, por eso la camarera se desespera cuando, al traerme el plato, la digo: "¿Y no podría usted esperar un poquito más? Me pilla ahora mismo pescando unos moluscos"...

Aires de nostalgia recorren a este humilde inquilino de "el negocio del deporte" porque, viendo la televisión, maldita la gracia que me hace el repetitivo culebrón de Gaizca Mendieta o los problemas de la Copa América; mucho menos el número de camisetas que venderán con el "5" de Zizou. Servidor quiere ser el "beach boy" californiano, soltando adrenalina en un pulso desigual contra la ola más grande de la historia, un auténtico "olón", la madre de todas las olas venidas y por venir.

Lo único que sé del "surf" es que ha solicitado ser deporte olímpico; eso y una película, "Le llaman Bodhi", que retrataba muy bien un mundillo que debe resultar apasionante. Por el reportaje de Tele 5 me entero de que ahora, tras la conquista de esa torre rebelde y magnífica de H2O, el mismo equipo va a dedicarse a buscar por todo el mundo una ola de treinta metros. Para ello, como los buscadores de tesoros, cuentan con la más alta tecnología a su disposición. ¿Se imaginan? "¿Usted a qué se dedica?" "Yo busco olas". ¿Puedo apuntarme? La escena relaja primero, excita después pero intranquiliza un poco al final. Ves al bueno de Mike, perdido con su metro y ochenta centímetros, insignificante ante la mole, como el jinete que se sube a lomos de un pura sangre y se agarra a la cincha como si en ello le fuera la vida. Sólo que aquí, simplemente, te la juegas. Le remolcan con una moto de agua y le disparan; si desaparece, es cosa suya.

Pensándolo bien prefiero ser Mitche Buchanan, el jefazo de los vigilantes de la playa, y hacerle la respiración asistida a la pléyade de clónicas de Pamela Anderson. Por cierto: ¿Dónde se meten todas esas chavalas? ¿Ustedes lo saben? No recuerdo haber visto a ninguna así por Gandía.

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