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Juan Manuel Rodríguez

Y tuvieron que tragarse sus palabras

Muhammad Ali confiesa ahora, desde la tranquilidad de su retiro, que la noche del 25 de febrero de 1964 fue la única vez en su vida que pasó auténtico miedo en el ring. En el primer asalto de la pelea por el campeonato mundial de los pesos pesados, el ex presidiario Sonny Liston le susurró al oído: "te voy a matar". El Grupo Patrocinador de Louisville se temía lo peor y Gordon Davidson, su abogado, había mantenido negociaciones con los chicos del Negro Malo, para que aquel jovencito inconsciente y sabelotodo que llevaba cosido The Lip ( El Bocazas ) en la espalda de su batín blanco y reluciente saliera "con vida y sin daño" de aquel espinoso combate.
 
Pero Liston había hecho de aquello una cuestión estrictamente personal. El día del pesaje, cuando Morris Kein –representante oficial de la Comisión de Boxeo de Miami Beach– gritó bien alto "¡Liston, 218 libras", Clay lo hizo aún más fuerte: "Mamón, te pasas de feo! ¡Eres un oso! ¡Te voy a pegar una paliza tremenda! ¡Imbécil, imbécil, imbécil!"... El médico de la Comisión, Alexander Robbins, les midió el pulso a ambos púgiles mientras Clay seguía gritando y saltando. Liston arrojó unos resultados ligeramente por encima de lo normal, mientras que el pulso de Clay (54 pulsaciones por minuto en estado normal) se había disparado hasta las 120, y su tensión era de 21/10... "¿Por qué te has hecho pasar por loco?", le preguntaría más tarde Ferdie Pacheco. Y Clay le contestó: "Porque Liston piensa que estoy chiflado. Es un hombre que no le teme a nadie, pero a los chiflados sí".
 
En la mañana misma del combate, el cómico Jackie Gleason había publicado en el New York Post una columna en la que dejaba claro su pronóstico: "Liston ganará a los dieciocho segundos del primer asalto, y en este cálculo incluyo los tres segundos que Bocazas ponga por su cuenta". Robert Lipsyte, experto en boxeo de The New York Times, había estado investigando cuál era el trayecto más corto entre el Miami Convention Hall y el hospital, para no perderse cuando trasladaran a Clay. Las apuestas estaban 7 a 1 en contra de Clay y aún así nadie quería aceptarlas.
 
Malcolm X ocupaba la butaca número siete de la primera fila, y allí estaban también Sammy Davis y mafiosos de Nueva York, Chicago y Las Vegas. Todos iban de entierro, pero Cassius Clay –ahora Muhammad Ali– inventaría el boxeo aquella noche. Ali se puso a dar saltitos por el ring, inclinando la cabeza a izquierda y derecha, a derecha e izquierda, desentumeciéndose de un imaginario dolor cervical, acercándose y alejándose como si estuviera pavoneándose frente al gran espejo universal. Liston lanzó un jab de izquierda pero falló. Clay siguió con aquella extraña coreografía y, de repente, acertó en la ceja del campeón con un golpe seco, como esos picotazos intensos y dolorosos con los que queman las abejas. El público rugía cada vez que Liston trataba en vano de sacar su mano, pero Clay bailaba y golpeaba, golpeaba y trotaba por el ring. Concluido el sexto asalto, Liston se quedó pegado en su banqueta y no se levantó más. Aquel jovencito insolente le había regalado una cara nueva al temible Liston y había hecho millonario a algún apostante inconsciente. "¿Lo habéis visto?... ¡Soy el rey del mundo!". Y todos tuvieron que tragarse sus palabras. 

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