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Juan Ramón Rallo

Parados, ahí os quedáis

Ahí reside el quid del asunto: por qué van a renunciar a sus prejuicios ideológicos, liberalizando los mercados, quienes tienen su puesto de trabajo asegurado merced a los privilegios que les concede el Estado.

La bondad de esa etérea reforma laboral cuya confección ZP, una vez más, ha delegado a esos cuerpos intermedios que no sabemos demasiado bien a quiénes representan y en nombre de quiénes hablan, debería juzgarse directamente proporcional al cabreo y a la indignación sindical. A saber, a menos que la asignación presupuestaria de 2011 para los sindicatos vaya a sufrir un muy considerable incremento, a mayor enfado sindical, a mayor pataleo y berrinche de Toxo y Méndez, mejor habrá de ser la orientación de esa reforma.

Atendiendo a semejante relación, cabe anticipar que el vacío que Zapatero no se ha dignado a ofrecer tras el Consejo de Ministros para completarlo con algún espacio en blanco más tras la reunión de los agentes sociales, no sirve absolutamente para nada salvo para volver a colocar bajo los focos con una mayor expectación a políticos, sindicatos y patronal.

Todos han mostrado su buena disposición a seguir negociando sobre la nada y a aprobar un decálogo de inútiles buenas intenciones con tal de que los alrededor de cinco millones de trabajadores vuelvan a encontrar ocupación. Tan esenciales se le antojan al Gobierno sus propuestas para volver a crear empleo, que ha preferido mantenerlas en una absoluta incógnita a cuyo lado palidece la Esfinge. Sólo hemos podido contemplar gestos, sonrisas y algún comentario de tapadillo sobre que se rebajará la indemnización de despido para los jóvenes extendiendo el ámbito del contrato de fomento del empleo y a que se implantará el modelo alemán del Kurzarbeit para repartir los escasos puestos de trabajo cuya supervivencia permite el asfixiante marco laboral actual entre un mayor número de trabajadores. Nada, en todo caso, de un despido libre (que no necesariamente barato), de rebajar las cotizaciones sociales, de restar capacidad rectora sobre la vida de los trabajadores a las centrales sindicales y a la patronal, de permitir ajustes a la baja de los salarios o de abrir un poco la mano a la movilidad funcional y geográfica.

Pero precisamente esta nulidad de contenidos unida al feliz compadreo entre pastores, supone la prueba del algodón de que nadie se ha comprometido a nada y de que, en lo esencial, esa legislación laboral franquista que los socialistas y sindicalistas tan bien han asimilado como propia, va a continuar aplastando las expectativas de nuestros parados.

Porque ahí reside el quid del asunto: por qué van a renunciar a sus prejuicios ideológicos, liberalizando los mercados, quienes, como sindicatos y patronal, tienen su puesto de trabajo asegurado merced a los privilegios que les concede el Estado, hasta el punto de que seguirán medrando económicamente aun cuando el país se declare en quiebra y llegáramos a los diez millones de parados. Venden sensibilidad, pero sólo muestran impostura. Sólo es necesario oírles hablar para darse cuenta de que nada entienden, pero que están dispuestos a imponer su ignorancia por ley y a arrastrar al país hacia el abismo. No quieren reformar en lo sustancial el mercado de trabajo porque, alegan, sólo se creará empleo cuando la economía se recupere, si bien no queda claro cómo se recuperará la economía sin una liberalización de los mercados. Colocar la carreta antes de los bueyes, se llama.

Apenas dos centrales sindicales y dos organizaciones empresariales con un espontáneo presidente del Gobierno en medio deciden sobre las condiciones laborales de más de 20 millones de trabajadores. Escandaloso liberalismo salvaje que convendría erradicar de una vez para solucionar todos nuestros problemas económicos. No en vano, ese ruin mecanismo de la contabilidad de doble entrada que arroja pérdidas o ganancias según cada empresa esté creando o destruyendo riqueza, usando adecuadamente los recursos escasos o despilfarrándolos en inutilidades, les sobra por entero a nuestros agentes sociales, siempre dispuestos a colocar un paréntesis a la economía de mercado cuando sea menester. Basta con que dejemos de fijarnos en la rentabilidad, para que todos vuelvan a trabajar en este país; ¿o acaso no disfrutamos de pleno empleo desde el Paleolítico hasta el advenimiento del capitalismo con la Revolución Industrial? ¿Qué mejor remedio, pues, que arrancar cualquier reducto de libertad a las relaciones laborales para erradicar el paro por decreto?

Total, el destino de cinco millones de personas ya depende de los caprichos de unos pocos estómagos agradecidos y no parece que les preocupe demasiado: "el Gobierno plantea reformas para los ciudadanos, no para los mercados". Prohíban ya el despido, aprueben cinco nuevos Planes E, cierren los mercados financieros y córtenle el pescuezo a algún osado especulador. Así seguro que no se les escapa nada. Mercado, ¿para qué?

Esperemos que todo sea una representación populista teledirigida desde Bruselas. Si no, la llevamos clara. Y luego algunos se extrañan de que los inversores huyan de la deuda española. Con un presidente y unos agentes sociales más interesados en seguir mareando la perdiz que en permitir que cada empresario y trabajador generen riqueza, la incertidumbre total es lo mínimo que puede planear sobre nuestra solvencia.

En Libre Mercado

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