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Julia Escobar

El pueblo soberano

Cuatro horas después del atentado, Madrid estaba desierto. Desde Manuel Becerra a la Puerta del Sol los autobuses circulaban sin ruido y medio vacíos por la calle de Alcalá. Los escasos transeúntes iban callados, serios, con el semblante preocupado. El miedo, el terror se hacían más que nunca patentes en ese silencio. Los edificios públicos empezaban a arriar sus banderas a media asta y en las ventanas, aparecían con timidez crespones y algunos lazos negros anudados con sencillez en los balcones.
 
Consternación. Rabia. Todos esos sinónimos que nunca salen con fluidez cuando más falta hace, que se esconden como si el lenguaje también fuera víctima de los etarras, estaban en los labios de todos. ¿De todos? Se podría creer, se podría esperar que al menos de los que ponen su pluma, su arte, su palmito, en la vanguardia del compromiso político. Hay muchas plataformas en España en este momento a las que subirse para protestar por los atropellos y los delitos contra la humanidad.
 
Hay muchas asociaciones comprometidas hasta el tuétano, muchos soportes pagados por los ciudadanos, por los contribuyentes, por las administraciones, por los asociados, que no han tardado ni medio minuto en condenar la guerra de Irak y la menor reacción de Israel a los atentados terroristas, o la muerte de los periodistas y los soldados caídos en acto de servicio, incluso los accidentes y catástrofes naturales, y que ahora callan, es más, incluso rechazan cualquier sugerencia para seguir en esa línea reivindicativa, de protesta, a pesar de que según ellos mismos dicen “todos los muertos son iguales”.  Mienten, para ellos, en ese su dantesco universo orwelliano, algunos muertos son más iguales que otros.
 
No he podido entender de otro modo el rechazo de Andrés Sorel, secretario de la ACE (Asociación Colegial de Escritores) a mi propuesta de utilizar la revista de la asociación para hacer algo en contra de la ETA y del terrorismo de ETA. Según él la Asociación no firma manifiestos, ni entra en definitiva en el juego político. No, claro. Sólo impulsa plataformas en contra de la guerra, organiza ciclos en contra de la guerra y dedica monográficos a la lucha contra la guerra  (dos números completos titulados Escritores contra la guerra) porque según escribe el propio Sorel “Pienso que los escritores debemos tomar postura sobre un tema de extrema gravedad” y más adelante sugiere que, “Como cadena por la paz, deberíamos formar ya los escritores ante la Moncloa si es preciso” Pero eso es por la guerra de Irak, no por los 186 muertos y los 1000 heridos de Madrid. Éstos no son muertos ni heridos potables. No son muertos dignos de ningún número monográfico ni de ninguna cadena por la paz.
 
Esta discriminación a la hora de la compasión y la solidaridad, esta negativa a expresarla –unida a la sugerencia malévola de que ha sido la propia derecha la responsable directa de este atentado– es típica de la izquierda, ahora y en el pasado. Lo que ha sucedido hoy no debe parecerles suficientemente grave, sin duda; en definitiva, no es más que un atentado contra la democracia en la figura de su máximo representante: el pueblo, que es el que manda porque es el que vota; el pueblo soberano.

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