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Julia Escobar

La noche de difuntos

Nada me enfurece más que ver a nuestros jóvenes entregados a prácticas postizas como la noche de Halloween y sus absurdas carnavaladas. No sólo en España no necesitamos importar terror para una noche tan señalada sino que hubiéramos debido exportarlo si a los extranjeros no les gustara más vernos como un pueblo realista a ultranza y afecto a la muerte, de acuerdo, pero con un sentido religioso que hay que reconocer que la noche de difuntos no tiene. La tradición popular, de encender a los difuntos lamparillas flotando en un platillo con aceite, estaba encaminada sin duda a salvar sus almas, de acuerdo, pero en el fondo era una especie de protección para que no vinieran a molestarnos durante esa noche en la que, por así decirlo, les daban suelta en el infierno para que vinieran a saldar sus cuentas entre los vivos.

Bécquer tiene un cuento definitivo al respecto, "El monte de las ánimas", que presumo conocido por todos, pero lo que yo quiero resucitar aquí es el famoso cuento de los higadillos o de la asadura, como se quiera, del que existen en Castilla más de diez versiones, recogidas por el folklorista Aurelio M.Espinosa (Cuentos populares de Castilla y León, tomo I. Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Madrid, 1996). Les voy a reproducir la misma que ya utilicé en mi libro La asamblea de los muertos. Se trataba de una madre recién enterrada que regresaba de su tumba para recuperar las entrañas aún palpitantes que le acababa de arrancar su propio marido para alimentar a sus famélicos pequeñuelos. La madre avanzaba hacia ellos, que ya estaban en la cama, diciendo:
– ¡Dadme mi asadura dura, que me quitasteis de mi sepultura!
Las criaturitas, horrorizadas, preguntaban:
– ¡Ay, padre, ¿quién será?
Y el profanador de tumbas contestaba:
– ¡Dejadla, hijos, que ya se marchará!, sabiendo muy bien que no iba a ser así.
Esto ocurría varias veces hasta que la madre se llevaba a todos por los pelos a la sepultura.

Otro muy divertido era el de la pérfida mujer de un labrador que se la pegaba con el sacristán y el zapatero del pueblo y que llegó incluso a matarlo y a servir a los amantes su hígado encebollado. El marido, como es natural, volvió a por ella la noche de difuntos, disfrazado con la capa del sacristán, al que había matado previamente y enseñando las tibias y el peroné porque la capa le quedaba pequeña, ya que él era mucho más alto. Les ahorro los detalles, pero ya quisieran pillar en Hollywwod ese guión.

Es cierto que nuestra literatura no es pródiga en fantasmas y aparecidos pero hay algunas muestras que casi son insuperables. Aquí van dos. La primera es del escritor mejicano Juan José Arreola, se titula “Cuento de horror”:
“La mujer que amé se ha convertido en fantasma. Yo soy el lugar de sus apariciones”.

Pero la que prefiero, por encima de todas, por su circunspecta perfección es "Aquella muerta", obra de Ramón Gómez de la Serna, incluida en su indispensable libro sobre los difuntos, Los muertos y las muertas:
Aquella muerta me dijo: ¿No me conoces? Pues me debías conocer… Has besado mi pelo en la trenza postiza de la otra.

¿Ven como no nos hace falta la noche de Halloween?

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