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Julián Schvindlerman

Bravo, Angela

Mahmoud Ahmadinejad encarna un desafío no sólo a nuestra humanidad común, sino también a la estabilidad global. Para detenerlo, Merkel esta vez no deberá mirar hacia Roma, ni siquiera a Teherán, sino a su propia Alemania.

La canciller alemana Angela Merkel merece nuestras felicitaciones por haber persuadido al Sumo Pontífice de la Iglesia Católica de condicionar la reincorporación del obispo Williamson a una retracción pública e inequívoca relativa a su postura en torno al Holocausto. Nadie mejor que ella para intervenir en este espinoso asunto. Como líder de la nueva Alemania y como compatriota de Joseph Ratzinger, Merkel estaba particularmente bien posicionada para influir de manera decisiva en este affaire escandaloso.

La canciller ha demostrado un liderazgo ejemplar. Ella, respaldada por importantes miembros del clero católico alemán, ha frenado –aparentemente– la creación de un precedente serio en materia de legitimación de la negación de la Shoá. Evidentemente, no era ésa la intención de Benedicto XVI. El Pontifex Máximum tan solo pretendía resolver un asunto interno de la Iglesia, sin provocar ningún daño. Pero, enfrentado a las alternativas mutuamente excluyentes de integrar a lefrevistas excomulgados –entre ellos a un judeófobo encunado– y ofender así a los judíos o preservar relaciones armoniosas con éstos a expensas de dejar un tema eclesiástico irresuelto, el Papa claramente favoreció lo primero. Esa era su prerrogativa. Por su parte, los judíos también tenían el derecho de ejercer la suya y denunciar el atropello. Y si todo fue un error por desconocimiento, como ha indicado un comunicado de la Santa Sede, entonces bienvenida la rectificación.

Ahora que Angela Merkel ha probado su determinación en contener a un negador del Holocausto, será menester que evidencie igual vocación para atender los desmanes de aún otro negador. Éste, podemos argüir, representa un peligro mucho más grave que el del obispo renegado. Por ser presidente de una teocracia, por llamar públicamente a la destrucción de un Estado-miembro de la ONU, por llevar adelante un programa nuclear ilegal, por promover terrorismo más allá de sus fronteras y por reprimir a su propia ciudadanía, Mahmoud Ahmadinejad definitivamente encarna un desafío no sólo a nuestra humanidad común, sino también a la estabilidad global. Para detenerlo, Merkel esta vez no deberá mirar hacia Roma, ni siquiera a Teherán, sino a su propia Alemania. Una Alemania que en los últimos años ha promovido oficialmente lazos económicos con la república islámica con tal celo, que se ha transformado en el principal socio comercial de los ayatollahs en Europa. Según cifras publicadas por The Wall Street Journal, la Cámara de Industria y Comercio germano-iraní posee dos mil empresas miembros; la Oficina Federal de Economía y Control de Exportación aprobó –solamente en los primeros siete meses del 2008– 1926 contratos comerciales con Irán, y en ese mismo período las exportaciones alemanas hacia Irán crecieron un 14%.

De modo que en tanto aplaudimos a la canciller alemana por su gesta oportuna, albergamos la esperanza de que una mirada introspectiva no quede desatendida. Su heroicidad quedará completada al momento en que confronte al negador iraní con la misma rotundidad con la que deploró al negador británico. Pues tal como ella ha dicho en su diálogo con el Vaticano, debemos dejar en claro "que a la negación del Holocausto no se le permitirá permanecer sin consecuencias".

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