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Julio Cirino

Entre marchas, cacerolas y violencia

Extraño verano en Buenos Aires. En enero, que es como el agosto español, la ciudad no se halla semi-vacía, sino cuasi llena; llena de caras serias, crispadas, rostros que a duras penas contienen un grito de furia, vagan bajo el sol del centro porteño mirando las pizarras de bancos y casas de cambio, en busca de solo Dios sabe qué alivio. En las playas de la costa Atlántica, usualmente abarrotadas en estos meses, apartamentos con los cartelitos “se alquila”, hoteles con plazas a elección, restaurantes casi vacíos preludian problemas, no sólo para hoy, sino para más tarde también, para el otoño, cuando se supone se apela a las reservas ahorradas en un verano de intenso trabajo. De qué reservas me habla, si hoy no se puede ni cubrir los costos, clama un comerciante ante las cámaras. Mucho menos se puede pagar impuestos, y la rebeldía fiscal crece como una ola gigante, impulsada no solo por la rabia, sino por la simple falta de dinero en efectivo.

En el Norte del país, casi llegando a la frontera, provincia de Jujuy, el espectáculo para las cámaras de la televisión son los lugareños, que, con su cura párroco a la cabeza decidieron “crucificarse” cruzando maderos en los postes del alumbrado por períodos de cinco horas cada uno bajo el calcinante sol del verano norteño. Por qué, porque piden de comer, acosados literalmente por el hambre. Algunos recibían unos magros subsidios del gobierno (el equivalente a unos 80 o 90 euros al mes para todas la familia), pero con la ruptura de las redes de ayuda social, hasta esto desapareció; y se resisten a morir en silencio; en la escena local, frente a los “crucificados”, los políticos sin soluciones decidieron brillar por su ausencia.

En todo el país, la “cacerola” convertida en expresión inarticulada de un hartazgo supremo, sigue con su ritmo monótono, punteando un toc... toc que recuerda al de las antiguas bombas de relojería y marca en su repique la necesidad de respuestas capaces de superar los rituales de los buenos deseos. La verdad es que la percepción de lo que nos depara el futuro la dan las interminables filas en los consulados de España, Italia, Polonia o no importa dónde; la cuestión es desandar el camino de los abuelos y volver, volver para en ese retorno tratar de encontrar un futuro que intuyen ya no esta más en estas tierras. La rebelión popular está allí, late apenas bajo la piel, se hace visible a cada minuto, es heterogénea, contradictoria, peligrosa, e inorgánica; no puede verbalizar qué es lo que quiere, porque quiere cosas muy diversas pero sabe que la clase política no se las dará. ¡Qué se vayan todos! Era el grito que ayer se escuchaba en pleno centro de la ciudad de Buenos Aires.

Era el grito de una sociedad con el 20% de desocupados, sin alternativas, con ahorros congelados, que observa una corrupción rampante, con salarios apresados en el “corralito”. Era el grito de una sociedad que se expresó institucionalmente en las pasadas elecciones parlamentarias (octubre 2001) llevando en triunfo a los candidatos “voto nulo” y “abstención” como forma de protesta, dato que fue desdeñado como irrelevante por el autismo de la “elite” política.

Hay ahora una participación directa del pueblo que la constitución prohíbe expresamente (...el pueblo no delibera ni gobierna sino por medio de sus representantes...), pero ayer se convocaba en los barrios a “asambleas populares” donde la violencia puede convertirse tanto en forma de expresión política como en el resultado de la manipulación por parte de grupos con su propia agenda. Sin nada que se parezca a un plan, un gobierno de transición, como se autodefinió el presidente Eduardo Duhalde, busca calmar a nuestros propios demonios, tal vez para que no le arrastren a él también al averno canicular donde nos cocinamos todos, sin muchas esperanzas.

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