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Julio Pomés

Lo depravado son las escuchas

Lo peor de estas escuchas y filtraciones, aparte de los perjuicios provocados en la honra de las personas, es la constatación de la injerencia del poder ejecutivo en la Justicia. No todo debiera valer para distraer la atención de la economía.

No se puede entender que para muchos sea más grave que un político pudiera haber aceptado el regalo de unos trajes que unas escuchas indebidas. El espionaje de la intimidad de los ciudadanos es el secuestro más maquiavélico de la libertad, pues la víctima desconoce el control al que su privacidad está sometida. Resulta particularmente aterrador que las escuchas hayan podido ser autorizadas sin un motivo consistente, y que sea el Estado, el supuesto garante de nuestra libertad, el que preste sus recursos para acechar nuestra vida privada.

El espionaje de dirigentes de un partido de la oposición debiera requerir mayores cautelas que la de un presunto delincuente común. Se debiera seguir un riguroso procedimiento que comprobara la necesidad de la escucha y que, si no se le encontrara un delito grave, se preservara la reputación del afectado. Por supuesto las revelaciones a la prensa tendrían que ser evitadas mediante un control exhaustivo y el endurecimiento del código penal. La consecuencia de las filtraciones interesadas es que sacar a la luz una infracción, a veces dudosa, origina un acoso mediático que puede destruir el buen nombre de una persona, algo que resulta muy injusto.

Es perverso que desde servidores públicos, o quizás desde el propio poder, se filtre a la prensa el contenido de las escuchas. Un cargo público se convierte en un depravado, tanto cuando es capaz de cometer el grave delito de requerir una escucha sin motivo, como cuando filtra a la prensa algo insignificante, que convenientemente aderezado, emponzoña la imagen del contrincante. Aunque no hubiera delito alguno, el retraso con que opera la Justicia permite que la descalificación social del agredido tenga su honra cuestionada el suficiente tiempo para tener que abandonar la política. La dificultad de reparar el daño proviene del escaso impacto mediático que tiene el fallo del tribunal, al no estar ya el asunto en el candelero, y el hecho de que una absolución sea menos noticia que un escándalo.

La aparición de esas escuchas hace que muchos ciudadanos nos hagamos algunas preguntas: ¿Qué autoridad solicitó la vigilancia? ¿Qué razones expuso para fundamentar su demanda? ¿Tuvieron esas escuchas una autorización judicial o se actuó sin su consentimiento? ¿Quién filtró las informaciones y por qué motivo? Da miedo vivir en un país en que te pueden espiar, llevar a los periódicos lo que encuentren morboso o noticiable, hacerte perder tu reputación y que los que hicieron las escuchas improcedentes o las filtraciones nunca sean condenados.

La observación de las múltiples escuchas que están saliendo a la luz, el que se sepan a través de un medio de comunicación muy próximo al Gobierno y que beneficie a éste, hace que uno tenga que tomar precauciones para poder expresar lo que cree, ante el temor de ser espiado. No se entiende que tanta filtración quede impune y que el Fiscal General del Estado no actúe de oficio. Un Estado de Derecho debe impedir no sólo que se realicen escuchas ilegales, sino que cuando se tengan que hacer sus contenidos permanezcan bajo custodia hasta que el juez decida.

Lo peor de estas escuchas y filtraciones, aparte de los perjuicios provocados en la honra de las personas, es la constatación de la injerencia del poder ejecutivo en la Justicia. No todo debiera valer para distraer la atención de la economía. Triste que para que el interés informativo deje de ser la mala gestión de la crisis el presidente sea capaz de abrir nuevos frentes, como la inhumana ley de aborto o intentar ser noticia en el exterior, aunque nos cueste un dineral, para que la opinión pública se ocupe de temas más sangrantes o espectaculares.

Ya no quedan conejos en la chistera del presidente porque éste ha agotado la capacidad de endeudamiento. Despertar escándalos no va a ser suficiente para que los españoles nos olvidemos de las penurias presentes y temamos las que nos aguardan. Es peor el miedo al futuro que genera Zapatero que los errores del pasado, porque tener esperanza es clave para sobrellevar el presente. La pregunta del millón es cómo conseguir que el presidente sea consciente que no tiene ya el crédito de los españoles y que prolongar su agonía como político le va a deteriorar más que convocar elecciones generales. España necesita en quien creer y que el populismo clientelista deje paso a las austeras políticas que se necesitan. Aunque la cirugía no guste a nadie, en las situaciones graves ésta resulta imprescindible.

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