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A la vista

Del señor Daniel Sada hablamos en LD Libros  el año pasado por la publicación de Ese modo que colma, un libro de cuentos del que salí hechizado por el festín de su lenguaje: al mismo tiempo barroco y coloquial, torrencial y cortante, un cruce imposible pero real entre Juan Rulfo y José Lezama Lima, o entre Robert Walser y Severo Sarduy, o entre Emilio Gadda y Juan Carlos Onetti; un territorio verbal mestizo y nuevo, con resonancias y también con inocencia; una cosa digna de verse en nuestra lengua.

Acabo de leer la nueva novela del señor Sada (Mexicali, Méjico, 1953). Se titula A la vista porque en ella todo está expuesto, en cueros, a la intemperie, en carne viva: empezando por el narrador, que se entromete e interpola comentarios que nos guían o nos despistan de esta historia de crimen y castigo afincada en el desierto del norte de México.

Ponciano Palma y Sixto Araiza -personajes con nombres de romance popular- matan de cinco disparos ("Dos tiros en la panza, otro en el mero corazón (dizque) y dos en la cabeza para que se muriera tranquilo") a Serafín Farias, su patrón en la empresa de transportes en la que trabajan, un déspota, un explotador y un crédulo. Primero lo embelecan para que compre, a precio de ganga, unas tierras con árboles y saltos de agua cristalina, dicen. Tierras que en realidad están en el desierto y en las que no hay nada, ni árboles ni agua ni un alma: solo una barranca seca.

"Lo estupendo de aquel paraje se limitaba a la eficacia de las palabras", nos dice el narrador. Tate. ¿No es eso lo que hace el narrador en todas las novelas? ¿No es el gran pícaro, el que nos promete un valle fértil a precio de ganga allí donde no hay nada, solo viento, piedras y vanidad?

El narrador de A la vista tiene el cuajo de los grandes embaucadores, es un hablador y un hechicero, un jeta y un filósofo, un cómico de la legua y un orfebre prodigioso. Es el Tío Celerino de Juan Rulfo y es Guzmán de Alfarache. Es José Cemí y el doctor Díaz Grey.

Hay que creerle, vale, lo dicen las normas de urbanidad de la novela, género devastado por el escepticismo moderno, pero él se exhibe adrede, todo el rato, para que nos riamos de las costuras del relato, naif y guiñolesco, vale, pero también, y ahí está el embauque, para recordarnos quién maneja el cotarro y de quién es el planeta verbal en el que hemos caído: un lugar extraño, aparte, una selva de palabras que eluden o merodean lo que nombran y en la que es fácil perderse si no aceptamos las reglas del charlatán embaucador que nos cuenta la historia.

Las andanzas de Ponciano Palma y Sixto Araiza por el México salvaje y desértico, en el que Daniel Sada edifica el portentoso edificio verbal que le distingue dentro de la lengua española, dan lugar a episodios extraños, entre la comedia y la pesadilla. Léase el velatorio del cadáver de la anciana Raquelita, trasladado al jardín y cubierto con una manta para disuadir a los buitres, porque en la casa solo hay una cama que Ponciano y Noemí comparten en turnos de media hora.

Imágenes con resonancias surrealistas que recuerdan a las fotografías de Manuel Álvarez Bravo o a los cuadros de Leonora Carrington, pero verbalizadas con un lenguaje denso y elusivo, que cubre lo que está a la vista: la violencia, la muerte, el desierto, la miseria, y lo transforma en "una realidad colmada de albricias y colores y placeres delirantes". Después de todo, "la vida es un engaño con aura de fascinación enloquecida", nos dice el gran embaucador.

Descubrí las historias del señor Sada por casualidad, a través de un camino muy secundario y caprichoso, como casi todo lo que leo por primera vez y luego me gusta mucho y convierto en monotema de emails con los amigos y tuits y citas en el muro de Facebook. Hasta que hago otro descubrimiento, y entonces dejo reposar un poco a lo sublime anterior. Y así, en este plan, todo lo que uno va leyendo. Daniel Sada había ganado el Herralde en 2008 con una novela titulada Casi nunca, pero yo, ni caso, ni flores, no sé ni lo que estaba leyendo en 2008, probablemente alguna cosa triste y profunda sobre los huesos.

Una cita de Roberto Bolaño (otro monotema total), leída por puro azar, o no, mientras buscaba un libro que comprar, me lo puso en bandeja. Dice así:

"Sada, sin duda, está escribiendo una de las obras más ambiciosas de nuestro español, parangonable únicamente con la obra de Lezama, aunque el barroco de Lezama, como sabemos, tiene la escenografía del trópico, que se presta bastante bien a un ejercicio barroco, y el barroco de Sada sucede en el desierto"

Para qué más.

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