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Luis Aguilar León

Imperialismo y talento

Parece costumbre que los dictadores culpen a agentes externos para justificar la ineficiencia de sus gestiones. Ocurre con Castro y también sucede en la Venezuela de Chávez.

Cualquiera de esos mortales que, desde hace una eternidad, están obligados a escuchar las largas y últimamente temblorosas arengas del comandante Castro, o aquellos que por misteriosas razones les interesa saber la postura política del régimen castrista, tienen que haber aprendido ya lo que es, ha sido y será la única idea que brota de la mente del comandante: el imperialismo americano es el culpable de todos los males del mundo.

Ciertamente existen miles de socialistas y de gente que odian a Estados Unidos, y que están siempre dispuestos a repetir esa consigna, pero la mayoría sabe que se trata de una bandera bastante deshilvanada por la decadencia del socialismo. Fidel no quiere saberlo. El es el hombre que acusó a la CIA y al imperialismo de haber instalado, en una islita del Caribe, una especie de hélice gigantesca capaz de desviar ciclones hacia Cuba. Y sostiene que desde hace siglos el gobierno americano está concentrado en forjar planes destructivos contra su revolución.

A pesar de esa absurda obsesión castrista, y del concepto de ‘imperialismo’, hay dos aspectos de esa situación que merecen comentario: primero lo que dije de la oceánica ignorancia política del comandante, quien jamás se ha molestado en leer ni la portada de Das Capital de Carlos Marx; y, segundo, que el ‘imperialismo’ tiene una diversidad de interpretaciones que hacen difícil definirlo.

Comencemos por el concepto de imperialismo. Ocurre que el menor recorrido por la historia muestra imperios en acción, pero no juzgados como imperialismos. La mayor parte de los analistas se inclinan a ver en el concepto de imperialismo no la conquista de un país vecino, como hacía Roma, sino el controlar económica o políticamente a un país lejano y débil, obligado a seguir las normas de producción, comercio o estrategia militar que le impone el país fuerte. Esas variaciones de normas y productos son lo que hace azaroso distinguir entre el imperialismo y la colonización. En la época de 1840 a 1918 la expansión de Europa en el mundo planteó claramente la singularidad del imperialismo y alentó a Lenin a crear su teoría del imperialismo como el último recurso del capitalismo. De ahí el nombre: ‘Imperialismo, la etapa final del capitalismo’, pero como el tiempo pasaba y el capitalismo no se caía, los comunistas cambiaron el título a ‘Imperialismo: la etapa superior del capitalismo’. El cambio no logró nada, la tesis de Lenin se derrumbó con el comunismo. Y el imperialismo cambió de signo.

Aclaremos ahora la nota inicial, ‘la oceánica ignorancia política de Fidel Castro’. No se trata de un insulto, se trata de una tesis. Si, por ejemplo, alguien quiere examinar las superficiales lecciones marxistas de un guerrillero derrotado, quien llegó a escribir que el comunismo era tan ‘científico’ que un marxista podía haber predicho en detalle al curso de la revolución cubana, puede hojear las notas de Ernesto Guevara. Guevara confiaba en los libros que había leído y cayó temprano en Bolivia.

Castro no padecía ni padece de ese peso en la mente. Como Hitler, Castro aprendió temprano que la cultura y los libros no son necesarios para adquirir y usar el poder sobre las masas. La repetición de unas palabras: ‘Los judíos son culpables de lo que ocurre en Alemania’ o ‘el imperialismo es culpable de todos los males cubanos’ se machacan sobre las masas y, si el orador tiene imaginación y memoria, si disfruta de carisma, las masas van a ser hipnotizadas por esas frases y esos gestos. Todavía más, los verdaderos dictadores, los que tienen talento, siempre desconfían de los intelectuales que reflexionan y plantean dudas. Las personas que tienen pocas ideas y menos lecturas, están más abiertos al magnetismo del dictador.

Cuando Hitler gritaba ‘¡Un Reich, un Volk, y un Führer! ¡Nada más!’, millones de alemanes alzaban los brazos y vociferaban ‘Sieg Heil!’ Cuando Fidel proclamó ‘¡El pueblo es la revolución, la revolución es Fidel’, miles de cubanos gritaban ‘¡Comandante en Jefe, ordene!’ Esa ola popular era una entrega. Fidel no necesitaba leer a Maquiavelo o a Martí, su intuición los mezclaba y los ponía a su servicio. Castro es ignorante de libros, pero no de la vida. Y de su pueblo sabe más que nadie. Había aprendido temprano que cuando el pueblo ama al dictador hay que ofrecerle a quién odiar. Castro tenía un fácil enemigo cerca a quien odiaba desde niño: el imperialismo americano. Y su voz sirvió de eco al sentimiento y al resentimiento de muchos que no quieren fijarse que el mismo Castro que mandó sus tropas a Etiopía y Eritrea, para respaldar a uno de los más sangrientos dictadores que ha tenido África, llamó a esa operación, que terminó con la fuga de Megistu, y la muerte de miles de etíopes, no ‘imperialismo’ sino ‘el generoso internacionalismo socialista’. El individuo cuyas guerrillas asolaron a toda la América Latina y quien llama al embargo de Cuba ‘el criminal bloqueo’, que lanza a la muerte a quienes quieren escapar de una isla cuyo gobierno no los deja partir. Obviamente, ignorancia no quiere decir falta de talento.

En la noble Venezuela de hoy se está realizando una escena. El presidente Hugo Chávez es un militar que quiere ser como Fidel, pero se queda en la copia. La revolución bolivariana, los discursos bélicos no han logrado hipnotizar a las masas. Alertas y organizadas, las masas son un triple peligro para todo el que manda. Y más si se le nota que es un actor que no sabe su papel.

Si Chávez cae, enseguida Castro dirá que fue el imperialismo quien lo derribó. Pero no es cierto. Hasta ahora, el fracaso de Chávez está en Chávez.

©AIPE

Luis Aguilar León es historiador y periodista cubano.

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