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Luis Hernández Arroyo

Acerca de unos diarios

En los diarios, sin son buenos, hay huecos vacíos, pero no retórica. Y éstos de G. Ruano son los mejores que he leído (y ya van unos cuantos)

En agosto, como es bien sabido, la actividad se paraliza en las ciudades y se traslada a las playas. Volver al trabajo, en agosto, tras unas refrescantes vacaciones, te hacen sentir dueño de la ciudad. Como decía Groucho, puedes hasta pagarte el lujo de renunciar a ir a sitios en los que, por bajar la guardia, te dejarían entrar. ¿Quién desearía ir a un local en el que dejan entrar tipos como uno mismo?
 
El primer placer es madrugar. Adelantar el despertador te permite disfrutar de la mejor parte de día. Ir andando al trabajo, sin prisas, en el frescor de la mañana, es mejor que ir a la playa a primera hora para reservar medio metro cuadrado de arena ¡pobres yayas, qué pena dan, cuando tempranito se lanzan a la ingrata tarea de ocupar las primeras cabezas de puente frente al mar! Si alguna vez nos invaden por mar, tranquilos todos: ahí estarán ellas, las yayas; serán las que den la voz de alarma y tomen las primeras medidas defensivas. (Lo harán bien, pues debe ser el único personal civil que se sabe el horario de las mareas.)
 
Otro placer es la jornada de verano, que te permite practicar la siesta. La siesta de verano, en la ciudad abrasada, con un buen ventilador (que sisee lo justo) es un placer casi extinguido, con lo que estamos reviviendo una saludable actividad clasificada como protegida (creo), o que al menos debería serlo. Para que la felicidad sea completa, no hay más que pensar en la gente comiendo en un chiringuito al sol, ingiriendo una cosa inidentificable, con las moscas y avispas revoloteando alrededor, y teniendo que echar instancias para poder ir al único lavabo que hay en 20 kilómetros.
 
Tras una bendita siesta y un breve café frío vigorizante, llega el momento de hacer algo por la cultura; por supuesto la privada, no la oficial. Esto es difícil en estos tiempos, pues ahora todo rasgo cultural, o casi, está teñido por la indeleble mancha de la protección de una autoridad estatal, local, autonómica, o la ONG de turno. No tendría nada contra esta oferta si no tuviera su correspondiente cuota de lectura política (de derechas o izquierdas, me da igual). Ah! Pero hay resquicios en la malla del Gran Hermano: Otra fuente de felicidad es disponer de Internet. En la ciudad, en el trabajo, hay Internet, en la playa no, o menos. En Internet hay información cultural libre. Y, de casualidad, en una librería de viejo, encuentro una inesperada joya, óptima para estas tardes de ocio: los Diarios íntimos, de César González Ruano (1950-65). (Poco después veo que se han reeditado). Antes de leerlo, ofrece para mí una doble ventaja: no le conozco en absoluto y, además, está muerto, lo que añade una especie de marchamo de garantía que me siento incapaz de explicar. Suma otra tercera ventaja: me encantan los diarios, por los que siento auténtica pasión. Esa visión fragmentada, en la que el lector tiene que poner los huecos, los silencios, me gusta más que unas memorias trufadas de contención y autocensura, o de impudores artificiales. En los diarios, sin son buenos, hay huecos vacíos, pero no retórica. Y éstos de G. Ruano son los mejores que he leído (y ya van unos cuantos). Consigue el equilibrio, casi milagroso, entre la intimidad y la vida exterior sin una sola caída en el impudor (ni contra sus amigos, ni contra sí mismo). Hay momentos que alcanzan trágica grandiosidad, como cuando se somete a una operación a vida o muerte. El sabor y el temblor del roce con la muerte está sobria, pero eficazmente, recogido. Pocos, creo, lo hubieran logrado con esa aparente sencillez y humildad. Sus pequeñas reflexiones (digamos filosóficas) están puestas como de pasada, pero son enjundiosas. Destaca su capacidad de lectura, y no menos sus asombrosos comentarios literarios, verdadera guía literaria. (No puedo dejar de mencionar el comentario, breve, pero plenamente acertado, sobre Proust. ¡Le ha calado!).
 
Pero quizás el mayor atractivo sea la viveza con la que cuenta la vida de aquellos años, que algunos consideran sencillamente oprobiosos. (Son los que no pueden pensar ni sentir más que a través del filtro político.) Pues, como decía Julián Marías, y se ve en estos diarios, fueron años de gran vitalidad y esperanza (Marías no fue nada adicto al franquismo). La sombra gris que los políticos (de izquierdas, pero también los acomplejados de derechas: o sea, todos) han echado sobre esos años no deja ver que en España, entonces, la calle era “de colores”, ni más ni menos que ahora. Había mucho espacio para la vida privada, y en este libro así se ve. También se ve pasar por él la gran generación de escritores que entonces se bandeó con la dura realidad. Fue la generación posterior a la del 27 (tan mimada por la crítica, y sobre valorada, quizás), a mi entender con mayor encarnadura humana que aquella, aunque sólo fuera por un esteticismo mucho más controlado y menos decadente. En todo caso, como muestra Ruano, ganarse la vida escribiendo era duro e incierto, por muy famoso que fueras. No había ayudas oficiales, sino rabiosa competencia. Había días en los que escribía siete artículos, y aún así le costaba llegar a pagar las facturas; le cortaban el teléfono, o se quedaba sin calefacción, en los momentos más inoportunos (Hay que decir que era un dandy de exquisitos gustos, lo que debía costarle un pico). Sorprende un rasgo que yo creo era común entonces, pues también lo recalca Marías: la vida se vivía a diario. Es sorprendente la despreocupación por el futuro, como si se confiara ciegamente en él. Como César G. R. cuenta para ilustrarlo, la norma de muchos columnistas era: “ingresar un duro, ¡y quietos!” Eran tiempos sin apenas red de protección oficial para el desvalimiento, lo que no deja de ser paradójico.
 
Es gracioso que, ya entonces, pese a las penurias, Madrid se vaciaba en agosto. Pues hacía mucho calor, como ahora, aunque algunos se empeñen en que esto del calor es reciente y se debe al progreso.

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