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Luis Hernández Arroyo

Liberales de salón

Es una tesis que asume que los gobiernos son como las empresas y que van a competir por robar la clientela (léase residentes) a la competencia (estados vecinos), ofreciendo más y mejores bienes públicos a menores impuestos.

Se ha oído comentar, sobre todo en alguna prensa salmón, que un liberal de verdad, bien comme il faut, debería aplaudir el estatuto catalán y a su impulsor Zapatero, pues su efecto final será adelgazar al estado y reducir los impuestos. Es una vieja tesis que ha circulado con gran aceptación entre los más destacados liberales. Recordemos, por ejemplo, a Buchanan, que siempre ha defendido el federalismo o la descentralización, y la bondad de la competencia entre regiones para ofrecer los mejores servicios públicos al más bajo coste fiscal. Es decir, es una tesis que asume que los gobiernos son como las empresas y que van a competir por robar la clientela (léase residentes) a la competencia (estados vecinos), ofreciendo más y mejores bienes públicos a menores impuestos. Suponemos que también asume que esa situación no lastraría las competencias correspondientes al Estado central, como la seguridad interna y externa, o la estabilidad monetaria (aunque esto supongo que estos liberales lo privatizarían). En todo caso, sus defensores se lamentan de la centralización a la que ha llegado Estados Unidos, muy lejos de sus principios fundacionales. Sin embargo, nosotros los europeos deberíamos felicitarnos de que el gobierno norteamericano hay tenido el poder de intervenir en las dos guerras mundiales, en los conflictos de los Balcanes, en Afganistán...

Está claro que semejante tesis se basa en una extrema visión racionalista del hombre, que sería un ser sin emociones que estaría todo el día computando intereses y haciendo fríos balances. Esta simplificación tipo Homo aeconomicus ha podido tener cierta utilidad analítica, pero la realidad le queda muy lejos. No hay más que fijarse en el comportamiento de los nacionalistas catalanes, capaces de aprobar con fruición un código muy antiliberal, pese a las graves consecuencias económicas que se van a derivar para ellos y para todos. ¿Quién puede discutir que en este asunto se han impuesto las pasiones sobre el sentido común? Tampoco parece que el comportamiento de las autonomías no nacionalistas ha sido ejemplarmente racional.

Si esto es el camino de la racionalidad que va a lograr que el estado español mengüe, que bajen los impuestos y que al cabo de una generación España sea una aséptica”zona” de pequeños estados confederados, a cual más eficiente, entre los que ha fructificado la libertad económica, parece sencillamente utópico.

Lo que parece más probable no es la llegada a una Arcadia liberal, sino la destrucción del estado por falta de interés en mantenerlo, y la formación de 17 estados con estatutos muy poco o nada liberales, como muestra el catalán, después de un largo periodo de confusión. Probablemente, estos mini-estados estarán en conflicto permanente, económico y territorial, pues los efectos intervencionistas y la pérdida de nivel económico serán achacados a los demás; las vindicaciones territoriales no tendrán fin.

Por otra parte, la desconstrucción del estado no se traducirá en una bajada de los impuestos. Los impuestos per cápita tendrán que subir, para compensar la pérdida de recursos generales. Esta mayor presión fiscal vendría acompañada, además, de una menor recaudación, por la más que segura caída del nivel de renta.

La desarticulación del estado significará la disminución de la seguridad, servicio básico que ahora todos menosprecian, pero que durante siglos de historia fue de suma importancia; la primera obsesión de los súbditos de un país, y el principal motivo de formación de las naciones. En efecto, si se pasó del feudalismo al estado-nación, fue porque este era mucho más eficaz en garantizar la seguridad externa e interna, especialmente frente a los abusos de la nobleza señorial. La Corona fue la defensora del pueblo llano, y la que le abrió las puertas del funcionariado, primer movimiento de promoción social. Esta desestimación de la seguridad, en la que se regocijan los españoles, pacifistas extremos, tampoco parece nada racional, y tarde o temprano tendremos que hacer frente a una agresión alentada por nuestra propia debilidad.

Por lo tanto, estamos en una revolución, pero no liberal, sino de sentido ignoto, pero que destruye el orden democrático y liberal. Es fácil buscar antecedentes en España de tales movimientos sísmicos: la primera, la segunda república... La primera es relevante, pues ejemplifica bastante bien los contenciosos territoriales –aparentemente cómicos, aunque muy sangrientos– a que dará lugar probablemente el modelo del estatuto o el plan Ibarretxe. Si entonces Jumilla declaró la guerra a Murcia, hoy no es una broma las ambiciones expansionistas sobre Navarra, Valencia, Mallorca, tanto más indefensas cuanto mayor sea la desconstrucción estatal.

Parece sinceramente imposible que esos sentimientos nos lleven a una confederación estable, próspera, pacífica, o simplemente liberal, como sueñan algunos liberales que no parecen vivir en este mundo.

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