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Luis Hernández Arroyo

Nosotros, los hijos de Lutero

El libertador de verdad, el forjador de occidente, de los derechos humanos, de la democracia, de la libertad personal protegida por la ley, fue Lutero. Él fue quien liberó nuestra conciencia.

Ahora que resurge el conflicto moral entre el Islam y Occidente, y que muchísimos no saben exactamente a que atenerse, bueno sería deshacer errores muy extendidos y clarificar la trayectoria real seguida por nuestra sociedad.

Hay una concepción errónea muy extendida entre nosotros, alimentada por siglos de enseñanza acomplejada o tendenciosa, que mantiene el origen de la sociedad libre en la Revolución Francesa. Este error se complementa con otro, menos extendido pero no menos mendaz, según el cual el marxismo habría venido a "redondear" la faena del progreso de la historia.

La verdad es muy otra: lo que mejor explica los hechos es que, como dice Barzum, "todo empezó con Lutero". La historia no transcurre por el camino de las decisiones intencionadas, sino por el de las consecuencias no intencionadas y sorpresivas. Los ilustrados y revolucionarios quisieron construir una sociedad nueva en la que el hombre, en pleno uso de razón, sería por fin libre. Libre de ataduras religiosas y libre de soberanos arbitrarios. Robespierre no era malo probablemente; o al menos no tanto como otros que luego le aplicaron a él su propia medicina. Pero él y sus colegas fracasaron. Lo que trajeron fue el Terror, la opresión, la guerra y Napoleón, sangriento responsable éste de millones de muertos, franceses y no franceses. Todos los países que se emanciparon hipnotizados por "las luces", como las Españas iberoamericanas, se quemaron en el intento.

El libertador de verdad, el forjador de occidente, de los derechos humanos, de la democracia, de la libertad personal protegida por la ley, fue Lutero. Él fue quien liberó nuestra conciencia. Todo empezó cuando declaró que "la fe de cada uno es cosa absolutamente libre. No se puede forzar a los corazones. Se logrará, como mucho, constreñir a los débiles a mentir, a decir lo contrario de o que piensan en el fondo de sí mismos". Y, más adelante, estas hermosas palabras: "la herejía es una fuerza espiritual: no se la puede herir con el hierro ni quemar con el fuego".

¡La herejía, fuerza espiritual! Cada vez que leo estas palabras, me conmuevo, no por motivos religiosos sino porque, desde entonces, la historia tomó otro camino, el que condujo a la libertad. La libertad, arduamente conquistada, de ser herejes. Ahí esta la clave. ¿No es la base de los Derechos Humanos? Seamos herejes, y con orgullo.

El trecho recorrido desde entonces no ha sido ni fácil ni rectilíneo. La semilla frutificó en unos Ingleses que en 1620 arribaron a las costas de Massachussets para fundar una sociedad sin persecuciones religiosas. Hicieron un pacto cuyas palabras siguen resonando en todas leyes promulgadas desde entonces, como en la Declaración de Independencia:

"Sostenemos como evidentes estas verdades: que todos los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; que entre éstos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad; que para garantizar estos derechos se instituyen entre los hombres los gobiernos, que derivan sus poderes legítimos del consentimiento de los gobernados; que cuando quiera que una forma de gobierno se haga destructora de estos principios, el pueblo tiene el derecho a reformarla o abolirla e instituir un nuevo gobierno que se funde en dichos principios, y a organizar sus poderes en la forma que a su juicio ofrecerá las mayores probabilidades de alcanzar su seguridad y felicidad."

Desde entonces, sus descendientes fueron fieles a esa fe en la libertad del hombre, y consolidaron la primera nación de la historia protectora de la libertad y de la igualdad ante la ley. A veces defendieron la Libertad con las armas, dentro y fuera de su tierra; como siguen haciéndolo ahora.

No fue, por tanto, en la tierra de Lutero donde su semilla se hizo frondoso árbol. Fue en otro continente, y desde él vino con el tiempo a nutrirnos y renovarnos, sobre todo en nuestros periodos de mayor ofuscación. Sabido es que nunca, y menos hoy, hemos sido generosos a la hora de reconocer esa Deuda. Hoy esa convicción está en decadencia en Europa porque sus huellas han sido borradas.

Lutero se enfrentó al poder de la Iglesia y al mundo medieval no por ambición de poder, sino para declarar con toda la fuerza de su enorme fe que "el hombre es libre, dueño de su conciencia, y que la herejía es una fuerza no combatible con las armas". A él le debemos el redescubrirnos un camino que estaba en San Pablo y dejarlo firmemente abierto ante nosotros. Somos, queramos o no, sus hijos. Recuperemos esa senda para enfrentarnos a las amenazadas que nos acechan, y comencemos por proclamar, contra tanto pusilánime de la hora actual, genuflexo antes de que se lo pidan, nuestra fe en el derecho a la herejía.

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