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Luis Herrero

Ciego, sordo y mudo

Zapatero también creyó, tras la debacle socialista en elecciones municipales de 2011, que sus electores suavizarían su cósmico cabreo en las elecciones generales de seis meses después.

Zapatero también creyó, tras la debacle socialista en elecciones municipales de 2011, que sus electores suavizarían su cósmico cabreo en las elecciones generales de seis meses después.
EFE

Las elecciones son batallas de poder. Todo lo demás son gaitas. Nada hay más patético que ver en balcones y ruedas de prensa a líderes y lideresas, alcaldables y barones trasquilados, agarrados después del recuento al argumento melancólico de que han sido los más votados. Basta con mirarles a la cara y ver sus rostros desencajados para darse cuenta de que ni siquiera a ellos les sirve de consuelo esa verdad aritmética que en el fondo no significa nada. O muy poco. El cementerio de políticos ilustres está lleno de cadáveres que llegaron a la fosa habiendo alcanzado el título de minoría mayoritaria. El PP ha ganado las elecciones municipales por muy poco, sí. ¿Y qué? ¿Gana poder? ¿Consolida el que tenía? ¿Encara en mejores condiciones el futuro que nos aguarda, en las elecciones generales, a la vuelta de la esquina? A estas alturas de la resaca ya no aporta nada hacer la enumeración de daños que ha provocado en el buque del PP la colisión con las urnas de mayo. El panorama es desolador. Pero aún lo es más la actitud de Rajoy, Nerón ante el incendio de Roma, tratando de sobrevivir a la hecatombe como si no fuera con él. Salvo sorpresa de última hora, tras la reunión que mantengan esta lunes por la tarde los miembros del comité ejecutivo del PP todo seguirá igual en la estructura del partido. Retórico propósito de enmienda, patada a seguir y a otra cosa mariposa.

Sostenían los cronistas mejor informados, antes de que los ciudadanos dijeran la última palabra, que en Génova habían pintado una raya imaginaria para delimitar la frontera del fracaso. Si sumaban a la única mayoría absoluta que les adjudicaba el CIS -la de Castilla y León- las de La Rioja, Murcia y, sobre todo, Castilla-La Mancha -donde se jugaba el tipo la secretaria general del partido-, si salvaban los gobiernos autonómicos de Valencia y Madrid y si retenían las alcaldías de Madrid, Valencia y Sevilla -las tres joyas más gordas de la corona municipal-, los voceros del Gobierno podrían articular el discurso de que se habían salvado los muebles. Pero los muebles no se han salvado. Del catálogo de objetivos mínimos sólo han alcanzado, con el permiso de Albert Rivera, el de la Comunidad de Madrid, lo cual, por cierto, provoca un sabor agridulce en las huestes populares: es verdad que la salvaguarda de ese bastión territorial les da cierto aire, pero también lo es que a Cristina Cifuentes le será más fácil cumplir ahora con el encargo que le hizo Rajoy de desmontar el aguirrismo que campaba a sus anchas sin hacerle puñetero caso al argumentario de Génova.

El problema principal, con todo, no es el qué sino el porqué. Que la situación llevaba camino de ser la que finalmente ha sido lo sabía hasta el más pintado, siempre que el más pintado viviera fuera de la burbuja en la que los dirigentes populares han construido su propia realidad virtual. La capacidad de Rajoy para desoír las cosas que le desagradan y la falta de valentía de sus palmeros a la hora de sincerarse ante él explican el autismo proverbial de Génova. El domingo por la tarde, con las israelitas retumbando ya en los tam-tam de la tribu política, la mayor parte de los candidatos muribundos -hoy ya de cuerpo presente- creían que gozaban de una razonable salud. Ninguno vio llegar a la dama del alba. Es cierto: en parte la culpa es de los encuestadores que, en su inmensa mayoría, les hicieron creer que la campaña había devuelto el ánimo a los votantes desanimados. Menuda mierda de trackings, con perdón. Pero el error ajeno no disculpa la miopía propia. Si no sabes identificar las amenazas no puedes prevenirlas, de la misma forma que si no sabes dónde está la avería no puedes repararla. El PP, me temo, ni siquiera sabía que tenía una de tanta envergadura. Por ella se le ha ido todo el poder territorial que atesoraba, que era más del que nadie ha tenido jamás en España, y por ella se le irá el poder parlamentario que le sustenta en el Gobierno de la nación si no actúa con la contundencia y la velocidad que exigen las circunstancias.

En las últimas horas, en las galerías donde los rumores circulan a su libre albedrío, han convivido dos tesis extremas y antagónicas. La primera era que Rajoy iba a dimitir en cuestión de días. La segunda, que en Moncloa se imponía el "no hay mal que por bien no venga" y que después del varapalo de ayer los dos millones y medio de electores que han huido del PP -saciada ya su sed de castigo y con el susto en el cuerpo por la llegada en tropel de la izquierda a los centros de poder- regresarían a la disciplina de voto. Yo no creo que Rajoy sea tan audaz como para dimitir ni tan insensato como para dejarse engañar por los cantos de sirena del dolce far niente, pero tengo claro que la reacción de los populares será tanto más acertada cuanto más se acerque a la primera opción. Zapatero también creyó, tras la debacle socialista en elecciones municipales de 2011, que sus electores suavizarían su cósmico cabreo en las elecciones generales de seis meses después. Se equivocó. Y de esa equivocación surgió el germen de Podemos.

El problema de la derecha es que la némesis de Rajoy no es un partido germinal sino un brote hecho y derecho que crecerá a una velocidad inversamente proporcional al empequeñecimiento del PP. El hecho de que Albert Rivera no haya salido de estas elecciones convertido en el árbitro de tantas mayorías inestables como predecían las encuestas puede ser, después de todo, una ventaja para él porque le ahorrará el desgaste que le hubiera supuesto poner y quitar alcaldes. Se ahorra así el cabreo de los damnificados y queda a la espera de que el PP, ciego, sordo y mudo, siga abasteciendo su crecimiento electoral. La inacción es el mejor camino al desastre.

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