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Luis Herrero

De toros y gallos

En realidad están mucho peor: ahora ya no hay vida más allá de la derrota y no sólo está en juego la supervivencia del líder, sino la de todo el partido.

En realidad están mucho peor: ahora ya no hay vida más allá de la derrota y no sólo está en juego la supervivencia del líder, sino la de todo el partido.
Margallo y Montoro, durante la "foto de la unidad" que quiso hacerse Rajoy este sábado en Toledo | Tarek/PP

Hace nueve o diez años, antes de que la noqueara el síndrome del poder y se convirtiera en devoradora de espectros, Carmen Martínez Castro aún no tenía clara la supervivencia política de Rajoy, a cuyas órdenes acababa de aterrizar –a petición de Acebes– por mediación de Cayetana Álvarez de Toledo y mía (¡menuda legitimidad de origen!). Una tarde, en Roma, durante el transcurso de una reunión del PPE, estuvimos haciendo cábalas sobre el futuro electoral de su jefe y ambos meneábamos la cabeza –yo más que ella– en señal de escepticismo. Me preguntó mi opinión. "Creo que es un hombre decente –le respondí– y, cuando un día mire hacia atrás y se dé cuenta de que no le sigue nadie, se quitará de en medio sin hacer ruido". De todos mis vaticinios equivocados, que son incontables, aquel fue uno de los que se llevan la palma. No sé si Carmen estaba de acuerdo o no. De lo que estoy seguro es de que pagó la factura del café y se levantó de su asiento con el firme propósito de evitar que mi pronóstico se cumpliera.

Pasado el tiempo tengo dudas de que lo haya conseguido. A corto plazo, ni su denuedo condujo a Rajoy a la victoria en las urnas ni evitó que el partido pusiera en solfa su liderazgo. Rajoy se dejó los piños en las elecciones de 2008, ante el estupor general de la concurrencia, pero no se quitó de en medio. Todo lo contrario. Mantuvo el tipo, se deshizo de sus detractores y los reemplazó por una nueva camada de aguerridos conmilitones que se hicieron fuertes en el Congreso de Valencia y luego compartieron con él las mieles del éxtasis de 2011. Después de aquel llamativo rebrote, más inducido por el suicidio del zapaterismo que por los méritos propios, ahora las cosas vuelven a estar como estaban cuando Carmen y yo compartimos confidencias en el café de Roma.

En realidad están mucho peor: ahora ya no hay vida más allá de la derrota y no sólo está en juego la supervivencia del líder, sino la de todo el partido. Nadie cree en Rajoy, salvo Rajoy. Si mirara hacia atrás vería que nadie le sigue con moral de victoria. Y, aunque lo viera, tampoco se quitaría de en medio sin hacer ruido. Ha decidido pasar a la historia como el presidente electo más breve de los gobiernos democráticos de los últimos cuarenta años y como el presidente más funesto de la historia del PP. Todo indica que beberá hasta las heces el cáliz de esa doble decisión antes de que acabe al año.

El pánico interno a que tal cosa suceda provoca un bullicio ensordecedor. En los últimos tres días hemos visto de todo. Un presidente autonómico dimite, otro se declara abandonado, tres se niegan a posar en Toledo en una foto de unidad impostada, una treintena de diputados se reúnen en un conciliábulo nocturno para rifarse puestos de salida en las listas electorales, la vicepresidenta se postula como recambio de emergencia en las páginas del Financial Times, Aznar y algunos de los suyos escriben cartas y comunicados con el cuchillo entre los dientes y algunos ministros se lanzan a la yugular como felinos malheridos. Esta última es, tal vez, la estación más elocuente del vía crucis que ilustra el hundimiento progresivo del PP.

Quitémosle la primera sílaba al apellido de cada ejemplar de la estampa bestiaria y veremos que la riña se dirime, en realidad, entre un toro y un gallo. El toro embiste en vano con ánimo de ahuyentar su propia muerte. El astifino ministro de Hacienda quiere sobrevivir a la hecatombe que se avecina a cualquier precio. Se postula como modelo a seguir, como militante ejemplar en tiempo de crisis, y esgrime como credenciales para llevarse el trofeo la eficacia estadística de una gestión económica que ha supeditado a la consecución del fin la arbitrariedad de los medios, que ha desdibujado el perfil ideológico del Gobierno hasta confundirlo con el del enemigo y que no ha dudado en llevarse por delante cualquier cosa que se interpusiera en su camino. En el cabeceo primero acabó con Rato haciendo uso partidista de la información fiscal, luego corneó a Aznar ("Yo estoy en política por él, pero no puedo admirar a alguien que ahora se dedica al business y da lecciones desde fuera"), y ahora trata de empitonar al centurión de la guardia pretoriana del César ("Uno tiene que saber revisar sus ideas con el tiempo porque, si no, es rehén de su propia arrogancia intelectual").

Y enfrente, el gallo, cacarea. Él preside el mundo, viene de Harvard, publica libros todos los años, avizora antes que nadie la idea de la unión bancaria y es amigo íntimo de Rajoy, a quien le liga un voto de obediencia jesuítica. Esa es la esencia de su prédica, que podría formularse así: "Él es la vid y yo el sarmiento. Si permanezco unido a él, recibiré recompensa. Sin él no puedo hacer nada". Es verdad. Sin él no sería nada. Aún está en política porque la llegada de Rajoy al puente de mando de Génova se produjo cinco minutos antes de que Aznar lo expulsara de las listas europeas y es ministro de Exteriores porque subió al presidente, mucho antes de que lo fuera, a bordo del barco de diez metros de eslora que tenía fondeado en Ibiza cuando era diputado cunero por Valencia.

El PP se hunde y los dos modelos que compiten por mantenerlo a flote son el ágrafo (Mon)toro, del bando de los tecnócratas killers, y el (Mar)gallo pagado de sí mismo, del bando de los democristianos sarmentosos. El primero se pone como ejemplo de fajador sin ideología y el segundo de ilustrado edecán en primer tiempo de saludo. Cuando se vieron las caras el viernes pasado, a la entrada del Consejo de Ministros, el segundo le dijo al primero: "Tendremos que hacernos una foto juntos para que el mundo vea lo bien que nos llevamos". Montoro ni siquiera sonrió. Giró sobre sus talones y siguió su camino sin decir esta boca es mía.

No hay muchos motivos para pensar que los votantes del PP quieran acudir a las urnas atraídos por el ejemplo de sus líderes. ¿Será verdad que hay un informe que circula desde hace días por los despachos del Ibex 35 alertando del peligro de que el partido de Rajoy, convertido en tercera fuerza, no supere los setenta y cinco escaños?

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