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Luis Herrero

Derrotas, debacles y despegues interruptus

Ese es Rajoy: el fumador de habanos que camina, de sonrisa en sonrisa, hacia la debacle final.

Con el peor resultado de su historia, los socialistas han ganado las elecciones en Andalucía y le han metido casi diez puntos de diferencia al PP. La hecatombe de los populares ha convertido en buena una pésima cosecha del PSOE. No se me ocurre mejor modo de resumir el vértigo con que ha comenzado a disolverse lo viejo en este momento de crisis. Los dos pilares del bipartidismo representaban hasta ahora a ocho de cada diez votantes andaluces. A partir de ahora representan a seis. Y el retroceso aún hubiera sido mayor si los exponentes de lo nuevo, es decir, los dos partidos que piden pista en el circuito de la vida pública, hubieran respondido mejor a las expectativas que les auguraban las encuestas.

Podemos, en efecto, ha ido de más a mucho menos. Está por ver si parte de ese despegue interruptus se explica por el hecho de que el PSOE aún aguanta en Andalucía, a pesar de todos los pesares, lo que probablemente no será capaz de aguantar fuera de allí. A la espera de despejar esa duda, lo que anoche quedó claro es el daño devastador que les ha hecho la irrupción meteórica de Ciudadanos. Pablo Iglesias ya no es la única apuesta posible de los indignados. Muchos de los que hasta hace poco estaban dispuestos a votarle con la nariz tapada, pasando por alto los desafueros programáticos de su discurso bolivariano, han preferido arrimarse a Albert Rivera. Ciudadanos tiene un programa económico más sensato pero es igual de radical en la promesa de acabar con los detritos de la vieja política.

Hace un mes, el CIS pronosticaba que Podemos superaría el 18 por ciento de los votos y obtendría 22 escaños. El promedio de las últimas encuestas publicadas hasta la semana pasada, sin embargo, ya rebajaba su expectativa porcentual en tres puntos, hasta situarlo en 15,3, lo que le suponía una pérdida de cinco escaños. El nuevo umbral quedaba fijado en 17. La realidad aún ha sido más dura: 14,8 por ciento y 15 escaños, unas cifras peligrosamente cercanas a las que habían fijado los expertos como las peores imaginables de acuerdo a las simulaciones demoscópicas más sofisticadas (11 por ciento y 11 escaños). La creciente debilidad de la formación de Pablo Iglesias, que ya había tenido que reducir el aforo de sus mítines en la campaña por falta de parroquianos dispuestos a hacerle la ola, se explica por otros dos factores, aparte del ya mencionado de la irrupción de Ciudadanos: el desgaste de su exposición pública, plagada de percances que ponen en tela de juicio la pulcritud ética de sus dirigentes principales, y, sobre todo, el decoroso comportamiento electoral –dentro del tremendo desastre que ya se daba por descontado– de Izquierda Unida. Antonio Maíllo se ha acercado bastante a los registros que delimitaban el horizonte más halagüeño posible de los simuladores estadísticos. Ha obtenido el 7 por ciento de los votos (su techo estaba en 9) y se hace con el control de 5 escaños, tres menos de lo que fijaba la predicción óptima.

A Ciudadanos las cosas le han ido un poco mejor que a Podemos. Hace dos meses no existía, hace un mes el CIS le auguraba una cosecha electoral del 6 por ciento, hace una semana el promedio de las demás encuestas elevaba la cifra al 10,6 y los primeros trackings de la última semana de campaña apuntaban a que podría llegar al 12. Incluso al 14 si se producía la conjunción astral más favorable avizorada por las simulaciones predictivas. La realidad ha dejado a Albert Rivera al borde del 10 por ciento, dándole la razón al pronóstico de hace siete días y quitándosela al que proyectaba un fuerte estirón en el sprint final. Después de un ascenso meteórico, Ciudadanos parece haber inaugurado un proceso de sostenimiento. Se puede ver la botella medio llena o medio vacía, pero no cabe duda de que sus 9 escaños, inimaginables hace un mes (el CIS le adjudicaba 5), le permitirán moverse por el escenario con ceremonia de protagonista de reparto. Es decir, de actor secundario. Son escaños suficientes para llamar la atención de quienes querían saber, fuera de Andalucía, si Ciudadanos sería capaz de burlar el riesgo de la irrelevancia y, a una mala, para nublar la cabeza de Juan Marín y convertirlo en hacedor de reyes. Esa cosecha, mal gestionada, puede ser la ruina de Rivera de cara a las elecciones generales.

Antes de que finalizara el partido del Nou Camp, injustamente ganado por un Barcelona más endeble que el Madrid –para pánico preventivo de los colchoneros que aguardan en la Champions–, ya sabíamos que Susana Díaz estaba vendiendo su victoria con tanto júbilo como si se tratara de una mayoría absoluta. Pero no lo es. Con ella al frente, el PSOE pierde cuatro puntos. Nunca en la historia su partido ha tenido unos resultados tan magros. Y eso a pesar de que la participación ha sido la prevista. Los expertos especulaban con que los socialistas podrían llegar a los 50 escaños si la abstención rondaba el 40 por ciento. La realidad no ha estado muy lejos de esa hipótesis –ha sido del 36– y, sin embargo, la madre del chicharito se ha quedado sin ese medio centenar de asientos en San Telmo que le hubieran permitido transitar por la legislatura sin necesidad de pagar peajes onerosos. Ahora no lo tiene nada fácil. Puede pactar con Podemos o con Ciudadanos, pero en ningún caso a precio de saldo. El abrazo con Teresa Rodríguez la obligaría a radicalizarse y colocaría a Pedro Sánchez, de cara a las próximas citas electorales, como rehén de Pablo Iglesias. El pacto con Ciudadanos, si Albert Rivera tiene dos dedos de frente, sólo sería posible si Chaves y Griñán fueran decapitados en el cadalso público y todos los imputados de los ERE y de los cursos de formación acabaran en galeras, con grilletes en las muñecas y bolas de plomo aherrojadas a los tobillos. Un paisaje tentador pero demasiado improbable. La solución puede estar en manos del PP. Si se abstiene en la investidura, con ánimo de sentar jurisprudencia en favor del partido más votado pensando en las generales, Susana Díaz no tendría que cortejar a ninguno de los dos partidos emergentes. Con Izquierda Unida no alcanza la mayoría absoluta. Es verdad que estas elecciones no le han proporcionado más estabilidad de la que tenía antes, pero al menos ha llegado a tiempo de evitar que el crecimiento de los nuevos la colocara al borde del precipicio. El 35,4 por ciento y los 47 escaños que ha obtenido son cifras que se sitúan en el percentil bajo de sus expectativas personales. Ella aspiraba a convertir la campaña electoral en viento de popa que le empujara hacia arriba. Visto lo visto hubiera sido clamorosamente injusto.

Al PP no hace falta dedicarle un epitafio demasiado sesudo. Debería bastar la elocuencia de los datos. Ha perdido 13 puntos y 17 escaños. Su derrota es tres veces peor que la del PSOE en términos porcentuales y 17 veces peor en términos de representación parlamentaria. Pasa de pintar poco a no pintar nada. Hoy mismo ha convocado Rajoy al comité ejecutivo de su partido para decirles… ¿qué? Tal vez que este es el punto de inflexión de su retroceso electoral, que las cosas mejorarán a partir de ahora, conforme vaya calando en la opinión pública la percepción de la bonanza económica, y que, bien mirado, el bipartidismo ha salido de la contienda mejor librado de lo que algunos esperaban. Ni se ve en la línea del horizonte el riesgo de ese cuádruple empate que cacareaban las aves de mal agüero ni las huestes del binomio clásico cruzan en su retirada la frontera del cincuenta por ciento. "Los votos que hemos perdido –apuesto a que será su discurso– se han ido a la abstención o a Ciudadanos, y de ambos sitios los podemos rescatar. Fijaos lo poco que ha tardado el suflé de Podemos en dar señales de flaqueza. Con Ciudadanos pasará lo mismo. Por lo tanto, nada de caras mustias o análisis pesimistas".

Ese es Rajoy: el fumador de habanos que camina, de sonrisa en sonrisa, hacia la debacle final.

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