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Luis Herrero

España, de luto

Casado no ha sido capaz de mejorar la imagen decadente y anémica del partido que heredó de Rajoy. De hecho, ha empeorado los registros de 2017.

Casado no ha sido capaz de mejorar la imagen decadente y anémica del partido que heredó de Rajoy. De hecho, ha empeorado los registros de 2017.
Alejandro Fernández en la noche electoral del 14F. | EFE

No nos perdamos en la letra pequeña. Lo fundamental es que ha ganado el independentismo -más porcentaje y más escaños- y que el voto constitucionalista se ha diseminado como un puñado de arena en un vendaval. Muchos de los que votaron hace cuatro años a Ciudadanos, con la ilusión de construir un dique que contuviera la marea del procés, se han refugiado en el PSC por puro utilitarismo. Creen que Illa es la mejor opción —o la menos mala— para pararle los pies a las huestes de la estelada. El rayo que no cesa. El error es mayúsculo

Muchos de esos votantes tenían claro en plena vorágine del 1-O que el PSC, es decir, el socialismo catalán, como el del resto de España, había sido un molusco inane —al igual que Rajoy— a la hora de plantar cara al desafío independentista. Y a partir de entonces, algo peor: se convirtió en su cómplice. El pago a ERC por su adhesión a la moción de censura es de dominio público. Se constituyó una mesa de diálogo de igual a igual entre el todo y la parte —España y Cataluña— y se estableció el compromiso de hablar de todo. También del derecho a decidir, que es un eufemismo que significa exactamente lo mismo que autodeterminación. Tras las condenas del Supremo, que envió la sedición al limbo de las ensoñaciones oníricas, los socialistas han aceptado añadir la amnistía al catálogo de la discusión bilateral. Según parece, el hecho de que ni la autodeterminación ni la amnistía tengan encaje constitucional, es algo que al socialismo no le parece causa de refutación suficiente para excluirlos del diálogo. 

¿Cómo se puede esperar que un partido que se comporta de esa manera sea la barricada que contenga la segunda oleada del procés? ¿Y cómo se puede explicar que tantos electores que en 2017 ya estaban al cabo de la calle de su poca fiabilidad hayan decidido confiarle ahora la defensa de la Nación? Con 26 puntos menos de participación —algo que perjudica notablemente los intereses de las opciones constitucionalistas—, el PSC ha obtenido un porcentaje de voto del 23 por ciento. 2 puntos menos de lo que obtuvo Ciudadanos hace cuatro años. Al igual que entonces, su victoria se convierte en un hecho testimonial. 

Si el partido de Arrimadas, mucho menos bizcochable que el de Illa a la hora de tenérselas tiesas con los indepes, ha sido un jarrón chino durante esta legislatura, ¿por qué extraña razón debería el PSC sacarle más provecho a su condición de vencedor minoritario? ¡Qué grande tiene que ser el sentimiento de orfandad de los constitucionalistas catalanes para que, a pesar de todo, muchos de ellos hayan decidido respaldar esa apuesta! 

Otros muchos, menos optimistas, han decidido emigrar de Ciudadanos a Vox. La fuerza de Abascal ha obtenido el 7,6 por ciento de los votos y 11 escaños. Cuarta fuerza. No solo ha sorpassado al PP, sino también a Ciudadanos, a Podemos y a la Cup. El auge de los abascalistas tiene lógica. Su discurso es enérgico y proyecta la contundencia que buscaban los electores que se adhirieron al proyecto de Arrimadas antes de quedar defraudados por su inacción. Pero el hecho de que ese nutrido grupo de desencantados haya preferido apostar por Vox en vez de hacerlo por el PP me parece uno de los hechos más significativos, si extrapolamos los resultados al ámbito nacional, de estas elecciones. 

Casado no ha sido capaz de mejorar la imagen decadente y anémica del partido que heredó de Rajoy. De hecho, ha empeorado los registros de 2017. 3,8% —medio punto menos—, y 3 escaños. Uno menos de los que obtuvo García Albiol en la peor cosecha popular de todos los tiempos. El propósito de Casado de vigorizar al principal partido de la derecha, de dotarle de pujanza ideológica tras la desecación rajoyista, de hacerlo aparecer ante los ojos de los ciudadanos como una herramienta útil para contrarrestar la amenaza que se cierne sobre la idea de España, ha devenido en fracaso. En gran fracaso

Y eso es lo desolador. Los dos partidos que se movían en el centro del espectro ideológico, PP y Ciudadanos, salen hechos papilla de esta contienda. Ese espacio de moderación queda ahora casi deshabitado y deja expedito el camino a la crispación de la contienda entre posiciones extremas. El PSOE, mientras tenga a Sánchez como líder y a Podemos como socio, no podrá arrastrar el voto de lo que Iván Redondo suele llamar “la mayoría cautelosa”. Y menos a la vista del papel que tendrán que desempeñar Illa a partir de mañana. 

La victoria de ERC, que finalmente se ha impuesto a Junts en la recta de tribunas de la campaña, solo abre dos expectativas de gobierno en Cataluña: la reedición del bipartito independentista, intercambiando los roles, o una insensata aventura monocolor de los republicanos, con el apoyo externo de PSC y En Comú Podem. Los tres juntos suman 74 escaños, 6 más de la mayoría absoluta. En ambos casos Illa está condenado a hacer de palanganero de Junqueras. En el primer supuesto para conseguir que la estabilidad parlamentaria de Sánchez no pierda a un socio imprescindible. Y en el segundo, por razones obvias. Desde hoy, el constitucionalismo se ha quedado huérfano en el Parlament. España está de luto.

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