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Luis Herrero

Ganar por aburrimiento

A estas alturas ya está claro que Iglesias no viene a regenerar la política, sino a asaltar el cielo sin pasar por el purgatorio de la cola de espera

Se acabó lo que se daba. Los sociólogos se habían acodado sobre las mesas de los laboratorios para seguir de cerca el experimento de una contienda electoral caracterizada por la pugna de lo viejo contra la nuevo. Ahí estaba la clave, según nos habían dicho, para descifrar el futuro de este viejo país, cansado de respirar anhídrido carbónico en lugar de oxígeno, aire podrido exhalado por la clase política más corrupta, mediocre y anquilosada que haya tenido acceso a la sala de máquinas de la democracia desde junio de 1979. La propuesta de algo nuevo, distinto, mejor –al menos desde el punto de vista formal–, llegaba desde dos enclaves concretos del arco ideológico. En la izquierda, Podemos le comía terreno al PSOE. En la derecha, Ciudadanos jibarizaba al PP. Entre ambos habían colocado al bipartidismo contra las cuerdas. Parecía que algo más refrescante llamaba a la puerta.

Pero el acuerdo que Pablo Iglesias está a punto de alcanzar con Alberto Garzón, la confluencia de lo renovador y lo renovable en un mismo todo improvisado con urgencia oportunista, acaba con gran parte de las esperanzas de verdadero cambio. Cuando la baliza de Podemos emergió a la superficie, emitiendo señales de rejuvenecimiento generacional, regeneración ética, dinamización institucional y modernización legislativa, muchos ciudadanos decidieron prestarles su voto, aunque ello les obligara a taparse la nariz para poder soportar el tufo ideológico –ese sí, rancio y vocinglero– que desprendía su programa. Resulta muy ilustrativo asomarse ahora a la literalidad de sus discursos iniciales:

Vamos a echar a los golfos, vamos a acabar con el austericidio, vamos a acabar con la vieja política y vamos a crear una política participativa. Con su sola presencia, Podemos demuestra el deseo de la gente de regeneración política, la necesidad de que los gobernantes rindan cuentas. Nosotros representamos la ilusión. No somos ni de derechas ni de izquierdas. Izquierda y derecha sólo son metáforas. Nosotros representamos el sentido común en una identidad transversal y popular frente a la oligarquía.

Con el abrazo a Garzón, si se confirma, ese discurso renuncia a las dos ideas principales de su argumentario: el de acabar con la vieja política (IU es uno de sus exponentes clásicos) y el de mantener las distancias con los estandartes de la izquierda descarada. A estas alturas ya está claro que Iglesias no viene a regenerar la política, sino a asaltar el cielo sin pasar por el purgatorio de la cola de espera. Creen que el acuerdo con Izquierda Unida es el atajo que necesitan. Y eso a pesar de que la nueva apuesta –más que nueva, reciente, habría que decir– cotiza a la baja en todas las encuestas. Iglesias desafía la ley de la gravedad de los pronósticos porque está convencido de que la férrea fidelidad de una porción considerable de su clientela (la de los jóvenes, sobre todo) le garantiza un suelo electoral lo suficientemente elevado como para compensar con creces la pérdida de votos transversales con la afluencia de votos comunistas. Quid pro quo.

El CIS que conocimos el viernes señala a Podemos como el partido que más retrocede. Que la nueva coalición pueda maquillar esa sangría de apoyos es algo que aún está por ver. Tal vez a Iglesias le sirva para tapar las vergüenzas de su retroceso, pero no hace falta esperar al día 26 para darse cuenta de que a Garzón, en cambio, no le reportará ninguna ventaja. De hecho, no conozco a ningún experto que le encuentre sentido a una apuesta tan extemporánea. Todo el mundo coincide en que, tras su boda de sangre con Pablo Iglesias, no capitalizará la recuperación que está acreditando su partido en todas las encuestas, incluida la del CIS, como lo hubiera hecho yendo en solitario.

El hecho de que Podemos haya desertado de su papel de regenerador de la vida política no sólo tendrá consecuencias funestas para la izquierda. También puede tenerlas para el centro derecha. Habrá votantes que al ver en peligro el éxito del cambio que tanto ansiaban, por defección de uno de los bueyes que tiraba de ese carro, decidan subordinar su aspiración renovadora, ahora más remota, a la de asegurar la pervivencia del actual status quo –por viejo y cutre que éste sea– ante la amenaza que representa el Frente Popular que está en el horno. Voilà: otra vez el voto del miedo, el mágico talismán al que Mariano Rajoy ha confiado desde el principio la preservación de su egregia cocorota.

La encuesta del CIS no lo refleja, pero en Génova lo dan por hecho: afirman que el PP mejorará sus resultados electorales porque la abstención que se adivina les beneficia (tienen el índice de fidelidad de voto más alto de todo el espectro político) y porque el miedo a los experimentos sin gaseosa, sobre todo tras el coqueteo de Ciudadanos con el PSOE durante los meses del bloqueo, hará que algunos votantes infieles, arrepentidos de su arrojo, vuelvan a refugiarse en la fortaleza de lo menos arriesgado. Sus cálculos, por lo que cuentan quienes tienen acceso a los oráculos monclovitas, estiman que el PP rondará la cosecha de 130 escaños. Siete más que hace cuatro meses. Incluso han señalado con chinchetas las circunscripciones donde esperan obtenerlos: Madrid, Almería, Huesca, Salamanca, Alicante, Toledo y Guadalajara. Es una cosecha insuficiente para cruzar la línea de la mayoría absoluta, pero determinante –creen ellos– para poder imponer a posteriori, sin el pago de grandes peajes a terceros, las condiciones de un pacto de Gobierno.

Pronostican que el principal pagano de su leve mejoría electoral será Ciudadanos, que se quedará en el entorno de los 35 escaños. Cinco menos que el 20-D. También creen que Sánchez sufrirá un apreciable castigo en beneficio de la coalición de Podemos e Izquierda Unida y que –con sorpasso o sin él– no alcanzará ni de broma los 90 escaños del último escrutinio. A partir de esas dos suposiciones están convencidos de que Rivera y Sánchez (o quien le sustituya después del descalabro) no tendrán más remedio que aceptar sin grandes contrapartidas la formación de un Gobierno del PP. La idea es que con Rajoy al alza y sus adversarios a la baja nadie pueda impugnar la continuidad del gallego en la cabecera del consejo de ministros.

La pizarra de Rajoy recuerda llamativamente a la del Cholo Simeone, o lo que es peor, a la del Zidane del último partido de Champions. Les basta con marcar un gol (que en política significa mejorar un poquito) y encerrarse atrás a la espera de que falle el avance del contrario. No importan los bostezos del público ni la ramplonería del espectáculo. Fin de la esperanza del jogo bonito, del cambio, de la llegada de algo mejor. Lo único que les importa es ganar, aunque sea por aburrimiento. Todo sea que también a Rajoy se le cruce en el último suspiro un Levante descendido y mande sus sueños al museo de cántaros de leche despedazados.

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