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Luis Herrero

Juntos ante el peligro

Poco a poco, rectificación a rectificación, Rajoy fue convirtiéndose en el líder de una estrategia que inicialmente le espantaba.

En la sala de mapas del cuartel general del independentismo hay un diagrama, desde la pasada primavera, que explica punto por punto el itinerario que los traidores al Estado se proponen seguir hasta alcanzar su tierra prometida. No es un documento secreto. La prensa lo publicó el pasado 31 de marzo. Este es un resumen fidedigno:

Punto uno: el Parlament aprobará una declaración de soberanía como anuncio e inicio de un proceso constituyente hacia la proclamación de la República catalana.

Punto dos: en el plazo de diez meses se redactará un proyecto de texto constitucional mediante un proceso abierto y participativo que permita la colaboración de los ciudadanos.

Punto tres: durante ese tiempo se pondrán en marcha las estructuras necesarias del nuevo Estado: una Hacienda propia y una Seguridad Social propia.

Punto cuatro: este proceso de transición democrática no quedará supeditado en ningún caso a las eventuales impugnaciones ante el Tribunal Constitucional.

Punto cinco: al final del proceso se celebrará un referéndum vinculante sobre el texto constitucional.

Punto seis: si el resultado del referéndum es positivo, el Parlamento catalán proclamará la independencia del nuevo Estado no más tarde de marzo de 2017.

Punto siete: en la primavera de 2018 se celebrarán nuevas elecciones, ya en el marco de la Constitución recién aprobada.

Y punto ocho: a continuación se negociarán las nuevas formas de relación con el Estado español y la Unión Europea.

Ese plan de ocho puntos, que sólo ocupa folio y medio, se llama "hoja de ruta unitaria del proceso soberanista catalan".

Como se ve a simple vista, la propuesta de resolución del Parlament que suscribieron al alimón Junts pel Sí y la Cup el martes pasado no es otra cosa que el cumplimiento literal del primer punto del itinerario aprobado en marzo y la explicitación formal, en un documento de rango parlamentario, de los otros siete puntos convertidos ya en un plan de acción de obligado cumplimiento para el presidente del Govern –sea Mas o cualquier otro– que obtenga la investidura.

Todo lo escrito hasta aquí son hechos de dominio público. Por eso es tan lacerante que la reacción gubernamental, cuando se admitió a trámite de la resolución parlamentaria, fuera de aparente sorpresa. Rajoy habló de provocación. ¿Acaso las provocaciones se anuncian con siete meses de antelación?

Quedó patente que el presidente del gobierno no tenía preparada la respuesta a un movimiento cuya ejecución había sido publicitada a bombo y platillo. Se sabía cuál iba ser el contenido textual de la declaración y la fecha de entrada en el registro. Y, sin embargo, a Rajoy le pilló el suceso en Belén con los pastores. Primero dudó si era bueno salir a la palestra para hacer una declaración institucional. Tuvieron que arrastrarle al ambón sus fontaneros. Luego leyó un texto de cinco minutos donde reclamaba a los ciudadanos confianza ciega en su capacidad de liderazgo para hacer frente en solitario el desafío de los rebeldes independentistas. Mientras él fuera presidente del gobierno –nos dijo en una paráfrasis que se parecía más a un reclamo electoral que a un ejercicio de asertividad política–, la unidad de España no correría peligro. No hubo referencia alguna en su discurso, ni siquiera en una oración subordinada, a la necesidad de coordinar con el resto de los líderes nacionales una respuesta unitaria. No tenía ninguna intención de reunirse con ellos. Tanto es así que tuvo que ser Pedro Sánchez, en vista de que no sonaban los teléfonos, quien marcara el número del palacio de la Moncloa.

A la fuerza ahorcan. Hubo un almuerzo el miércoles entre los dos mojones del viejo bipartidismo de apenas una hora de duración, sin más trascendencia pública que una foto lacónicamente comentada en Twitter por los comensales, y ahí se hubiera acabado la cosa si el secretario general del PSOE no hubiera convencido a Rajoy de que se reuniera con Albert Rivera.

Sánchez no le dio ese consejo porque el cuerpo se lo pidiera. Su cálculo electoral pasaba por la escena única del sofá bipartidista. Se lo dio porque Susana Díaz, horas antes, con el respaldo entre bastidores de los principales barones del partido, había comenzado a clamar por una foto de todos los demócratas haciendo frente común ante el desafío independentista. Sánchez tampoco había hablado de respuestas mancomunadas en su intervención en solitario del día anterior. De sus labios no salió una sola palabra de apoyo explícito al gobierno. Cambió de partitura por las presiones internas, igual que hizo Rajoy. La diferencia es que Rajoy la cambio más veces. Antes de reunirse con Rivera, a petición del líder socialista, dijo que no se reuniría con Pablo Iglesias. Luego se reunió con los dos. Y más tarde con todos los demás.

Poco a poco, rectificación a rectificación, fue convirtiéndose en el líder de una estrategia que inicialmente le espantaba: la de la respuesta en comandita. Yo creo que la casualidad le ha colocado en el sitio correcto. Pero él no. La idea de dar protagonismo a sus adversarios electorales a mes y medio del 20-D le espanta. Él quería ser el shérif Will Kane de Solo ante el peligro que se enfrenta a la banda de Frank Miller sin más ayuda que la de su aplomada sangre fría. Pero ahora ya no es Gary Cooper chupando primer plano. Ahora tiene al lado a dos actores más jóvenes que él con ganas –y necesidad– de robarle protagonismo.

Se equivoca si cree que esa nueva planificación de película coral le perjudica. Es muy probable que en un duelo solitario no hubiera sido el más rápido en desenfundar el revólver. Rajoy no es el pistolero más rápido de Hadleyville. Ni el más esforzado. Ni el más valiente. Y tampoco, desde luego, el más previsor. La retahíla de improvisaciones que ha concatenado esta semana no deja margen a la duda. Con él en el fogón, el suflé independentista no sólo no se hubiera venido abajo sin más –que es lo que siempre creyó que sucedería–, sino que hubiera acabado poniendo perdida en la cocina.

Le va mejor el papel del jefe de la manada. No sólo porque diluye la responsabilidad del riesgo –concepto que siempre le ha provocado urticaria–, sino porque le muestra ante los españoles como un político capaz de priorizar el interés general sobre el partisano. No es lo que buscaba pero es con lo que se ha encontrado. Su porcentaje electoral se lo agradecerá.

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