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Luis Herrero

La conjura de Lledoners

El viernes se puso en juego una operación de largo alcance para garantizar cierta estabilidad parlamentaria, amarrar un tripartito y dar una indigna salida a la cuestión catalana.

El viernes se puso en juego una operación de largo alcance para garantizar cierta estabilidad parlamentaria, amarrar un tripartito y dar una indigna salida a la cuestión catalana.
Iglesias a su llegada a Lledoners. | EFE

La idea de que Iglesias pueda haber ido a ver a Junqueras sin la aquiescencia de Sánchez pertenece al género de la ciencia ficción. No cuela. Las declaraciones posteriores de socialistas varios marcando distancias con la iniciativa del caudillo podemita son tan falsas como la de los gobiernos que niegan conocer a los espías que son capturados mientras hacen cosas prohibidas. Iglesias no hubiera podido llegar demasiado lejos en su escaramuza carcelaria de haber reconocido oficialmente que actuaba como el Miguel Strogoff del Gobierno. El guión exigía que pudiera decir que actuaba por libre.

Ahora, al hacer suyas las exigencias de ERC (incluida la de la presión a los fiscales para que dejen a un lado el delito de rebelión), el líder de Podemos se convierte en aliado preferente de Junqueras sin dejar de serlo de Sánchez. En nombre de uno obligará al otro a avanzar en la idea plurinacional de las soberanías escindidas y en el nombre del otro obligará al uno a apearse de la acción unilateral. Ese es, creo yo, el convenio que comenzó a muñirse el jueves en Lledoners.

Se trata de un convenio que va mucho más allá de la negociación presupuestaria. Una vez que Sánchez parece haber llegado a la conclusión de que le importa un rábano seguir gobernando con la prórroga de las cuentas de Rajoy (algo que al principio, según dijo, le producía escalofríos), que se aprueben o no los presupuestos de este año deja de ser un hecho relevante. Es más: incluso puede interesarle que se rechacen. De ese modo podría esgrimir que no ha vendido su alma al independentismo. No será verdad, pero al menos será creíble.

Lo que se puso en juego el viernes, me parece a mí, es una operación de largo alcance que persigue varios objetivos consecutivos: garantizar cierta estabilidad parlamentaria de aquí al final de la legislatura, amarrar el compromiso de un acuerdo tripartito de cara a la siguiente, perfilar una salida viable, aunque indigna, a la cuestión catalana y poner a salvo a la Generalitat de Cataluña y al Ayuntamiento de Barcelona de las amenazas que representan tanto la operación Valls, por un lado, como la locura de Puigdemont, por el otro.

Las encuestas que están aflorando de un tiempo a esta parte ponen de manifiesto que cada vez hay menos posibilidades de poder establecer coaliciones de gobierno de dos únicos socios. Parece que vamos a la España de los triunviratos. El que puedan establecer Sánchez, Iglesias y Junqueras garantizaría -o casi- la continuidad del PSOE en Moncloa, el ascenso de Esquerra a la cima del Palau y la hegemonía de Podemos en la otra orilla de la plaza de Sant Jaume. Hay botín para todos.

El precio que pagaríamos los españoles, si ese acuerdo se consuma, sería demoledor. No solo porque quedaríamos condenados a padecer las consecuencias de una política ordinaria de izquierda radical, sino porque perfilaría una solución para Cataluña difícilmente compatible con la idea de España que hemos heredado de nuestros padres y prometimos legar a nuestros hijos. El reconocimiento del dichoso derecho a decidir, eufemismo que significa lo mismo que referéndum de autodeterminación, es una reivindicación incluida en los programas de dos de los tres socios del contubernio de Lledoners. Para subirse al carro, el PSOE no tendría más remedio que asumirla también como cosa propia.

Es evidente que Sánchez está obligado a decir que nada de todo esto es cierto. Si lo reconociera, gran parte de su electorado huiría en estampida hacia Ciudadanos. Es por eso le puede venir bien que Esquerra no apoye los presupuestos. Es menos malo para él agotar la legislatura habiendo prorrogado los anteriores que llegar a las urnas dentro de un año tras el tremendo desgaste que le supondría estar bajo sospecha de haber llegado a acuerdos inconfesables por debajo de la mesa con los independentistas.

Por eso hay que desconfiar de su discurso. Más elocuentes que las palabras son los hechos. Y el hecho indiscutible es que Sánchez ha permitido que Iglesias se reúna con Junqueras en la cárcel sabiendo de antemano lo que iba a pasar. Al no impedir la visita, el presidente se hace responsable de sus consecuencias. La más importante de todas es que Podemos y ERC ya han oficializado que sus puntos de vista -lo cuantificó Tardá- coinciden al 95%. Desde esa cercanía, ambos colocaron la pelota en el tejado del Gobierno. Y allí sigue todavía, a la espera de que el PSOE decida si se suma a la partida o defiende los intereses de la Nación. Son apuestas incompatibles.

Yo me temo lo peor.

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