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Luis Herrero

La hora de los traidores

Rajoy no puede decir -sin presentar antes su dimisión- que lo que él ha hecho hasta ahora no ha servido para nada.

La decisión del Consejo Político de la Cup de abstenerse en la segunda votación del debate de investidura es una pésima noticia. Visto y oído lo que se ha hecho y se ha dicho en las últimas horas, lo mejor, es decir, lo menos malo que podría haber pasado es que los militantes anticapitalistas le hubieran puesto bola negra a Quim Torra. En tal caso ya estaríamos asistiendo a los preparativos de otra campaña electoral, abocada -si el CIS catalán no ha pifiado los pronósticos de su última encuesta- a complicar todavía más el panorama político. No es una contradicción. Por paradójico que parezca, cuanto peor esté el patio, mejor para España.

Descartado lo óptimo (un Gobierno constitucionalista con fuerza parlamentaria suficiente para desatar los nudos de la red sediciosa tejida por los separatistas durante décadas), lo ideal hubiera sido que Rajoy se quedara sin margen de maniobra para seguir practicando vergonzosos numeritos escapistas. Torra va a llegar a la presidencia de la Generalitat gracias a la pasmosa ayuda de un Gobierno que ha preferido permutar con el PNV la vigencia del 155 a cambio de la estabilidad presupuestaria, para mayor gloria de un presidente que quiere agotar la legislatura a cualquier precio y para desgracia de los intereses de la nación española.

Una vez perpetrada la felonía, mientras el PP clama contra el discurso que el candidato pronunció en la primera sesión del debate de investidura, Rajoy se hace fuerte en el argumento de que a las personas no hay que juzgarlas por lo que dicen, sino por lo que hacen. Si todos utilizáramos esa vara de medir, que por otra parte es la correcta, hace mucho tiempo que el presidente del Gobierno estaría leyendo el Marca en el balneario de La Toja. Rajoy, claro, no puede decir que el President designado por Puigdemont y habilitado por él va a devolver a Cataluña a la misma situación que exigió la aplicación del 155.

Aunque se haya comprometido a restablecer la vigencia de las leyes de desconexión. Aunque se declare partidario de cumplir el mandato rupturista del 1-O. Aunque prometa una Constitución Republicana. A pesar de tanta evidencia, Rajoy no puede decir -sin presentar antes su dimisión- que lo que él ha hecho hasta ahora no ha servido para nada. No tiene más remedio, en un absurdo ejercicio de voluntarismo hipócrita, que asegurar que a Torra se le va la fuerza por la boca. Pero no es verdad. Y si lo fuera no sería por la eficacia de las decisiones que ha tomado el Gobierno de España en aplicación del 155, que tienden a ser pocas o ninguna, sino por el miedo a la cárcel que inspira la acción de la Justicia. El Tribunal Supremo hubiera actuado exactamente igual aunque el dichoso artículo hubiera brillado por su ausencia.

Si la CUP hubiera devuelto a Torra al corral, ahora no estaríamos a diez minutos de ver en el poder autonómico a un Gobierno, con pleno dominio del entramado institucional, dispuesto a empezar la legislatura con el célebre "decíamos ayer" que acuñó Fray Luis de León tras su paso por la sombra. En lugar de eso, estaríamos encaminándonos a un proceso electoral que hubiera sumido a los independentistas en un lío de tres pares de narices. A pesar de la reválida de la mayoría absoluta, Puigdemont ya no podría imponer su ley de líder hegemónico a Junqueras y ambos estarían a merced de los radicales anticapitalistas, que después de haber triplicado su fuerza parlamentaria actual podrían dictar normas de obligado cumplimiento a sus compañeros de viaje.

Su concurso sería necesario para todo. Sin su visto bueno no podría haber ni candidato ni programa. Así que una de dos: o se hubieran tirado los trastos a la cabeza, haciendo inviable cualquier acuerdo entre ellos, o hubieran alcanzado uno tan delirante, en términos de desafío al Estado, que Rajoy no hubiera tenido más remedio que prolongar la aplicación del artículo 155 a pesar de todos sus pesares. No hubiera tenido ninguna otra opción, salvo la de aguardar en su despacho la llegada de la guardia civil, con mandato judicial bajo el brazo, para ser conducido a la cárcel de Estremera por la comisión flagrante de un delito de traición al Estado. No hay decisión más fácil de tomar que la que no admite alternativas. La inevitabilidad es el único motor que mueve a los indolentes. Sin él, Rajoy ha permitido que la sedición regrese a la sala de máquinas del Palau de la Generalitat. Que la historia se lo demande.

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