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Luis I. Gómez

Helmut Schmidt: el filósofo pragmático

La mirada clara tras las gafas caídas y el humo de su eterno cigarrillo. Helmut Schmidt siempre supo mirar de frente a quien le interpelaba.

La mirada clara tras las gafas caídas y el humo de su eterno cigarrillo. Helmut Schmidt siempre supo mirar de frente a quien le interpelaba. También lo hizo con la parte de la historia que le tocó protagonizar.

La mayoría le adoraba. En los años cincuenta había sido descrito ya como alguien "por encima de la media", "excepcional" y "superdotado". En los años sesenta sus rivales ideológicos le respetaban como un "agudo pensador", un "filósofo pragmático". Todos admiraban su capacidad de aprendizaje, de percepción, de memoria y de concentración. Decían de él que era muy trabajador, pertinaz, eficiente, exhaustivo, ordenado, con experiencia y bien preparado, casi un workalcohólico. Estos y otros adjertivos llenan las páginas de los artículos y libros escritos sobre su persona.

Sólo los superlativos parecen adecuados para describir al excanciller Schmidt. Tras apenas unos años en la cancillería, se había ganado el elogio de toda la prensa y la televisión germanas. También el de los políticos con que compartió los momentos más duros de su mandato, del propio partido o de la oposición. Supo mejor que nadie manejar el miedo que invadía a los alemanes en 1982, cuando todos creían que una guerra mundial podría ser inminente. Schmidt tomó con inteligencia las riendas de una República Federal presa del pánico ante el holocausto nuclear, y la recondujo hacia la esperanza en la reunificación. Fue su canto del cisne como canciller.

Schmidt era un hombre enormemente polifacético. Si hojeamos las hemerotecas, vemos cómo su imagen en los años setenta era la del político amante del arte y de la música. Pero, y esto es más importante, también la de profundo conocedor de las relaciones entre las políticas económicas y sociales en Alemania, por un lado, y la política económica y monetaria global, por el otro lado, al tiempo que se manejaba perfectamente en los salones de debate sobre asuntos de defensa y militares. Un prestidigitador total, limpio y sin trucos, pues todo lo que sabía lo ponía al servicio de su trabajo, y este al de los alemanes.

A la luz de tanta alabanza, parece casi un sacrilegio señalar que Helmut Schmidt fue, tras Ludwig Erhard, el canciller más débil en la historia de la República Federal Alemana. El balance final de su mandato se sitúa entre lo mediocre y lo irrelevante, pero su enormemente positiva imagen pública ha impedido una evaluación histórica más fiable y justa de sus años en la cancillería. Sin duda uno de sus mayores defectos, casi el que mejor define su política nacional durante sus años de estancia en Bonn, fue la indecisión. Los alemanes le recordarán como el mejor continuador de la labor iniciada por Willy Brandt.

En su haber siempre encontraremos la creación del Consejo Europeo, nacido a iniciativa suya y de Valéry Giscard d'Estaing, o las primeras elecciones por sufragio universal al Parlamento Europeo, sólo posibles por su pertinaz impulso europeísta y democrático.

Su inquebrantable fidelidad a la República Alemana, su capacidad para encontrar la palabra adecuada en el momento adecuado, nunca serán olvidadas. Le dio al pueblo alemán seguridad y confianza en sí mismo en tiempos turbulentos, y fue uno de los grandes contribuyentes a la magnífica reputación de que goza hoy Alemania en el mundo. Descanse en paz.

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