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Manuel Ayau

La paradoja del fomento

Si se quiere fomentar el progreso lo que hay que eliminar son obstáculos innecesarios, sin discriminación, acabando con la interferencia burocrática que existen en las actividades económicas particulares, con el pretexto de “regularlas” o fomentarlas

Todo el mundo está a favor del fomento, pero ¿qué se entiende por “fomento”? Si por fomento se entiende discriminar a favor de alguna actividad, en vez de beneficio causará perjuicio. Veamos.
 
Los recursos son escasos y para poder aprovecharlos se requiere de otros recursos complementarios, por los cuales hay que competir en el mercado. La asignación de los recursos se lleva a cabo según la rentabilidad de su uso y eso permite que los más rentables –en igualdad de condiciones– desplacen del mercado de recursos a los usos menos rentables. Por definición, las actividades más rentables son aquellas que la sociedad les asigna más valor y prioridad.
 
La gente tiene su manera de enviar señales a quienes invierten para que lo hagan de acuerdo a las prioridades de la sociedad. La rentabilidad responde a las prioridades sociales pues son los miembros de la sociedad misma quienes a través de sus compras o abstención de comprar determinan lo que será rentable y lo que no.
 
Otro elemento importante es que los recursos tienen precio porque son escasos y no alcanzan para todo. Cuando un precio sube desplaza del mercado los usos de menor prioridad y quedan así disponibles para atender los requerimientos de mayor prioridad. Cuando en aras de fomentar algo se desvían recursos a usos que la sociedad les asigna menor valor, se sacrifican los usos que necesariamente desplazan y que tienen mayor valor para la gente. Eso constituye una pérdida social.
 
Un ejemplo: supongamos que en un momento dado se están asignando los recursos, capital, mano de obra, talento gerencial y materias primas para llevar a cabo las actividades de producción de X, Y y Z, y no otras como A, B o C porque su rentabilidad no les permite competir en el mercado en la adquisición de los recursos requeridos. Entonces, si al gobierno se le ocurre que más bien se debe fomentar la actividad C, discriminará a su favor, dándole una exención impositiva u otro incentivo para que sea más rentable y pueda competir por los recursos, desplazando a una o más de las actividades X, Y o Z del mercado. Es decir, se asignarán los recursos a algo que es menos rentable. Si no, no tiene objeto el fomento.
 
Si se quiere fomentar el progreso lo que hay que eliminar son obstáculos innecesarios, sin discriminación, acabando con la interferencia burocrática que existen en las actividades económicas particulares, con el pretexto de “regularlas” o fomentarlas. El papel legítimo del gobierno es interferir sólo en el grado necesario para garantizar a las personas sus derechos -que incluye el de intercambiar lo propio- y el cumplimiento de los contratos libremente pactados, que forman parte del derecho de propiedad privada y cuya observancia es indispensable para progresar. Es obvio que el gobierno debe primero proteger la vida y las cosas de las personas y ello requiere cierto grado de intervención gubernamental, pero se trata de algo muy diferente a controlar o regular los términos que la gente escoge para intercambiar pacíficamente sus haberes. El conjunto de esos intercambios determina, a través del proceso de mercado, los precios y las calidades. El gobierno no tiene legítima función en esos intercambios, debe ser neutro, pues el único medio que tiene para fomentar algo es favoreciendo a unos a expensas de otros, en contra del principio rector de igualdad ante la ley. Caemos en el mercantilismo, en gobiernos de hombres con poder discrecional para otorgar favores y nos alejamos del gobierno de derecho.
 
Es así que aunque el concepto “fomento” tiene muy atractivas connotaciones, su efecto frecuente es contrario a la intención porque, si discrimina, en lugar de beneficio causa una pérdida social.

En Libre Mercado

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