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Manuel Fernández Ordóñez

28 años de pánico a la radiación

El miedo a la radiación y las centrales nucleares es el principal activo de los que viven, precisamente, de explotar ese miedo.

Otro 26 de abril… y van ya 28. Pasada la medianoche del 26 de abril de 1986, un cúmulo de desacertadas decisiones condujo a la explosión del reactor número 4 de la central soviética de Chernobyl, situada muy cerca de lo que hoy es la frontera entre Ucrania y Bielorrusia.

Los expertos en tecnología nuclear saben muy bien lo que sucedió aquella noche. Desde el punto de vista técnico les dirán que esa catástrofe fue causada por "una excursión de reactividad debida al coeficiente de vacío positivo producido por una pérdida de refrigerante y acelerada por otra inserción adicional de reactividad al caer las barras de control en el reactor". Este tecnicismo es estrictamente cierto, pero las causas reales del accidente de Chernobyl tienen su raíz mucho antes y en muchos otros sitios.

Sabemos hoy que los reactores soviéticos como el que había en Chernobyl estaban mal diseñados y eran inestables ante ciertas situaciones. Pero no se engañen, los científicos y las autoridades soviéticas de la época también lo sabían, no lo descubrieron después del accidente. Sin embargo, los regímenes autocráticos no se han caracterizado nunca por respetar en exceso la vida humana, ni siquiera la de los suyos. El hecho de que, posteriormente al accidente, se hicieran inversiones y cambios de diseño que permitieron a los reactores de ese tipo operar de manera segura durante muchos años son la demostración palpable de que, en la antigua URSS, la seguridad de la población ocupaba un lugar muy bajo en la lista de prioridades.

Sin quitar un ápice de gravedad a lo que sucedió aquella madrugada, no es menos cierto que supuso un inmejorable sustrato para abonar los discursos de aquellos que consideraban la energía nuclear como el mayor demonio de la humanidad. La radiofobia, previamente generalizada, vivió entonces un fenómeno expansivo de magnitudes inéditas que ni siquiera los más acérrimos ambientalistas habrían soñado jamás. Esa radiofobia condujo a los propios gobiernos a tomar decisiones irracionales, infundadas y totalmente innecesarias. Filipinas, por ejemplo, instauró un límite de dosis para los vegetales ocho mil veces más bajo que el impuesto por Reino Unido y Noruega, para la carne, unos límites que eran 200 veces inferiores a la radiación natural que había en Noruega antes del accidente de Chernobyl. La población se entregó a la histeria sin fundamento.

Hoy, 28 años después, podemos estudiar en perspectiva el impacto radiológico real del accidente. Los mejores datos al respecto los proporciona el Comité Científico de las Naciones Unidas para los Efectos de la Radiación Atómica (UNSCEAR). Sus datos, actualizados a fecha de 2012, no dejan dudas al respecto. De los 600 trabajadores presentes en la central aquella noche, 134 recibieron altas dosis de radiación. 28 de ellos fallecieron en los 3 meses posteriores al accidente y otros 19 fallecieron entre 1986 y 2006 (si bien varios de ellos fallecieron por causas no achacables a la radiación, como el suicidio). Los otros 87 seguían con vida en 2012, si bien muchos de ellos desarrollaron cataratas en la vista.

Se estima que unos 530.000 "voluntarios" trabajaron en la central entre 1986 y 1990, los conocidos como "liquidadores". El informe de la UNSCEAR del año 2008 no encontró un aumento en la mortalidad de este colectivo por causas achacables a la radiación recibida. Sin embargo, sí se apreció un incremento dramático en la incidencia de cáncer de tiroides en personas que eran niños o adolescentes en la época del accidente y residían en las zonas de Rusia, Bielorrusina y Ucrania próximas a la central. Hasta 2005 se habían diagnosticado unos 6.000 tumores de tiroides, pero no se había lamentado ningún fallecimiento por esta causa.

Con los datos encima de la mesa, ¿por qué todos ustedes tienen grabado en el subconsciente el accidente de Chernobyl con menos de 50 fallecidos por radiación y no el de la fábrica de fertilizantes de Bophal, en la India, con 15.000 o la rotura de la presa del río Baqiao, en China, con más de 170.000? La respuesta es la radiación y la inexplicable, irracional y absurda fobia social a la misma. La radiactividad no debería ser temida, debería ser comprendida y manejada adecuadamente porque así salva miles de vidas anualmente, por ejemplo en todos los hospitales del mundo. Es cierto que altas dosis de radiación pueden ser fatales, pero el miedo a la radiación ha matado a mucha más gente que la radiación en sí misma.

La histeria y la presión internacional obligaron a las autoridades soviéticas a evacuar a cientos de miles de personas de forma innecesaria, cuando en los primeros días del accidente no evacuaron a las que realmente debían. El desarraigo y la falta de integración de miles de personas desplazadas de sus hogares ocasionó, en los años posteriores, un elevado número de casos de alcoholismo y suicidios muy superior a los causados por la radiación. En los países de Europa del Este se estiman más de 100.000 casos de abortos voluntarios en los meses siguientes al accidente por el miedo de las madres a que sus fetos sufrieran malformaciones. Únicamente en Bielorrusia, se llevaron a cabo más de 10.000 abortos voluntarios después del accidente. Miles de personas incluso se negaban a someterse a pruebas médicas basadas en tecnología nuclear, como las radiografías, por miedo a la radiación.

La historia ha demostrado que, en un accidente nuclear, la radiación provoca un reducido número de bajas. Sin embargo, el exacerbado pánico a la radiación tiene un impacto descomunal, arruinando la vida de miles de personas. Es este miedo el que hace que cuando conmemoramos la catástrofe del tsunami que en Japón se llevó la vida de casi 20.000 personas, los medios de comunicación conmemoren en realidad el aniversario del "accidente de Fukushima" que no causó ninguna víctima debida a la radiación. Es este miedo el que propició que Angela Merkel, azuzada por la histeria colectiva, cerrara varias centrales nucleares alemanas extraordinariamente seguras, dejando a 10.000 personas sin empleo y aumentando la combustión de centrales de carbón cuyas emisiones generarán un número indeterminado de bajas por enfermedades respiratorias. Ese mismo miedo es el que hace que la gente no quiera vivir cerca de una instalación nuclear pero considere normal vivir en San Francisco sobre una falla con gran riesgo sísmico, fumar dos paquetes de tabaco al día o conducir mientras escribe mensajes en el móvil. Y es ese miedo el principal activo de los que viven, precisamente, de explotar ese miedo. Por eso hoy, un año más, volverán a leer ustedes las falacias de siempre.

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