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Marcel Gascón Barberá

La vía revolucionaria no era una opción

La actitud de Trump desde el momento en que sus seguidores entran en el edificio me parece inexcusable y da la razón a quienes le veían como un peligro para la democracia.

La actitud de Trump desde el momento en que sus seguidores entran en el edificio me parece inexcusable y da la razón a quienes le veían como un peligro para la democracia.
Donald Trump. | EFE

Era miércoles y se acercaba la hora de cenar en España. De Estados Unidos llegaban imágenes alucinantes, de película de serie B que todo lo fía a la carga simbólica del Capitolio. Cientos de manifestantes pertrechados con banderas de Estados Unidos y merchandising pro Trump estaban entrando en el mismísimo Capitolio, y los congresistas que se disponían a certificar la victoria de Biden hubieron de ser evacuados.

Los medios hablaban de una turba violenta irrumpiendo en el edificio, pero las imágenes no decían exactamente eso. Había algún forcejeo, sí, alguna tímida carga que fue suficiente para desarbolar una línea de contención sospechosamente paupérrima para estar protegiendo la sede de la soberanía de la nación más poderosa del mundo.

Por si fuera poco, la colección de freaks que se coló en el Capitolio se pasó media tarde campando a sus anchas por el edificio, sin que ningún contingente serio de ninguna fuerza de seguridad hiciera acto de presencia en una crisis que no estaba ocurriendo en un pueblo remoto de los Apalaches, sino en uno de los puntos más vigilados de la capital.

Acostumbrados a ver los dispositivos de seguridad en este tipo de eventos, era imposible no preguntarse cómo era posible. ¿Han visto los dispositivos que, ante la amenaza de los antisistema de izquierdas, blindan las cumbres del G-20? ¿Por qué el día de la elección de Biden, y con una marcha convocada hacía días, el Capitolio parecía protegido por unos pocos guardias jurados de Levantina de Seguridad? ¿Qué pasó para que el Capitolio pareciera este miércoles el Parlamento de la República de Moldavia?

Será difícil saberlo. Como es difícil, para quienes comulgamos con el discurso de Trump, no imaginarse la mano de los burócratas que lo han saboteado desde su elección en 2016. También es verdad que, visto el comportamiento en los últimos días de Trump, la aparente complicidad policial con el asalto puede atribuirse a un plan del presidente saliente para que pasara lo que pasó.

Trump no solo había llamado a sus seguidores a “recuperar” el país de las élites que dice que le han robado las elecciones. Varias informaciones apuntan a que tuvo que ser el vicepresidente Pence quien, ante la negativa de Trump, aprobara el despliegue de la Guardia Nacional.

Por si fuera poco, Trump tardó varios tuits en pedir explícitamente a los alborotadores que se fueran a casa. En sus primeros mensajes solo les pidió que no utilizaran la violencia, lo que sugiere que el entonces aún presidente creía en la legitimidad y la utilidad de la toma del Capitolio.

¿Se puede, atendiendo a estos hechos, absolver a Trump de la acusación de, como mínimo, coquetear con un golpe de Estado? Me gustaría poder responder que sí, pero no veo forma. Más allá de los motivos de la laxitud policial durante la toma del Capitolio, la actitud de Trump desde el momento en que sus seguidores entran en el edificio me parece inexcusable y da la razón a quienes le veían como un peligro para la democracia.

Trump tenía todo el derecho a apurar las vías democráticas para esclarecer si hubo fraude electoral. Podía, por ejemplo, aceptar la elección de Biden y destinar su fortuna y energía a crear un gran conglomerado de medios disidente y, subido en la ola acreditada por las elecciones de su inmensa popularidad, seguir investigando el fraude.

Pero la vía revolucionaria no era una opción. Haberla emprendido traiciona su promesa de ley y orden y regala a sus enemigos la foto que más querían: un Capitolio en llamas tomado por una turba que ondea banderas con su nombre. Aunque también es verdad que nunca la necesitaron para llamarle golpista.

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