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María del Carmen Bourdin

Corrupción y crisis institucional

Según el Índice de Percepción de Corrupción (IPC) que elabora anualmente Transparencia Internacional, la Argentina se ubicó en el puesto 92 (entre 133 países) en cuanto a la corrupción percibida entre funcionarios públicos y políticos en el período 2001-2002. Es decir que no sólo retrocedió del puesto 70 que ocupaba en el 2001 sino que también obtuvo la peor calificación desde 1995.

Lo que este dato pone de manifiesto es que la naturaleza institucional de la crisis argentina de los últimos años lejos de superarse siguió consolidándose y seguramente seguirá así hasta tanto se implementen las reformas estructurales que el Estado necesita, como la reforma del sistema electoral. Para que ello suceda, los argentinos debemos preguntarnos qué tipo de Estado queremos y qué rol debería ocupar el Estado en la economía y la política.

El presidente de la Fundación Poder Ciudadano, Mario Rejtman Farah, afirmó en un matutino que "El nivel de transparencia en la Argentina disminuyó por el bajo nivel de institucionalidad que hay en el país. Esta es la consecuencia del Estado ausente de los noventa".

Pero si repasamos nuestra historia política reciente advertimos que ninguno de los gobiernos de los últimos veinte años redujo dramáticamente el rol del Estado hasta convertirlo en un Estado ausente. Aun con las reformas de los primeros años de los noventa (privatizaciones de empresas estatales, apertura comercial y desregulaciones de algunas actividades económicas) el Estado –nacional y provincial– siguió ocupando una función trascendente en la vida pública y, por sobre todas las cosas, siguió gastando. De hecho, entre 1991 y 2000 el gasto público combinado (federal y provincial) subió del 27% al 35% del PBI.

Las reformas liberales que comenzaron en los primeros años de los noventa se frenaron a mediados de la década y el país quedó atrapado entre una economía que se pretendía regida por las leyes del libre mercado y un Estado que en la práctica seguía creciendo, aumentando sus funciones, incrementando la burocracia y financiando el elevado gasto público, esta vez con endeudamiento externo.

Desde la crisis del 2001-2002, el Estado no sólo continuó aumentando el gasto público sino que se convirtió en un agente central de la vida política y económica del país. Y un escenario donde el Estado regula la economía, provee recursos, trabajo, contactos, subsidios y riqueza a funcionarios y políticos es un caldo de cultivo para múltiples formas de corrupción pública.

Al respecto, el informe del Banco Mundial denominado "Hacer Negocios en 2004" advirtió que la excesiva regulación impuesta por algunos países latinoamericanos a la hora de cerrar contratos comerciales "…en lugar de proteger a los consumidores y los trabajadores, estimula el sector informal, la corrupción y es un desincentivo para la inversión empresarial". Por ejemplo, en el caso de Argentina, debido a las trabas burocráticas y las barreras legales, el tiempo promedio para cerrar un contrato comercial es de 300 días.

Tal como lo afirma el peruano Enrique Ghersi, académico asociado del Cato Institute, en su ensayo “La corrupción es efecto y no causa”: “…creemos que lo que ocurre es que, como somos demasiado corruptos, no funciona el sistema, no funciona la democracia, no funciona la ley, cuando es exactamente al revés. Como no funciona el Estado de derecho, como no funciona el sistema institucional, se produce la corrupción como una alternativa para que la gente pueda desarrollar sus diferentes actividades económicas. La corrupción, es pues, un efecto y no una causa. Es un efecto del alto costo de la legalidad“.

Es decir que la excesiva regulación estatal conspira contra las posibilidades de realización personal de los ciudadanos, ya que limita la iniciativa privada y puede avasallar los derechos individuales, cuyo respeto es vital para el desarrollo de cualquier sociedad democrática.

María del Carmen Bourdin es periodista argentina y directora ejecutiva de la Asociación Sur.

© AIPE

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