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Mark Steyn

La muerte de Lady Di como conspiranoia

Fayed se ha convencido de que el Palacio de Buckingham está tan consumido por la islamofobia que el marido de la Reina llamó a M, M avisó a Moneypenny, Moneypenny envió un fax a 007 y una semana más tarde la Princesa y su islamochorbo estaban muertos.

La semana pasada, un tribunal de Londres comenzó a sopesar la controvertida cuestión de si Diana, Princesa de Gales, fue, ejem, asesinada. Había tantas sospechas en la opinión pública, declaró el encargado de investigar la muerte, el juez Lord Scott Baker, que ya era hora de que los rumores fueran "confirmados o disipados". Así que, ¿quién la mató? La noche de la muerte de Diana, al parecer dos agentes importantes del servicio secreto británico, el MI6, se encontraban en París en paradero desconocido. Probablemente había un tercero, si se cree que Henri Paul, el chófer, estaba también en nómina de los espías. Esa es al menos la teoría de Mohammed Fayed, jefe de Paul y padre del difunto novio de la princesa, Dodi.

Fayed asegura que Diana llevaba en su seno en el momento de su muerte un hijo de Dodi. El accidente de tráfico se organizó al decidir Palacio de Buckingham que sería inaceptable que el Príncipe Guillermo, el futuro Rey, tuviera un hermanastro musulmán, un padrastro musulmán y una madre que se convertiría al islam sin esperar demasiado. El fortuito fallecimiento de la Princesa de Gales fue, según Fayed, "un asesinato propugnado por una conspiración del establishment, en particular Su Alteza el Príncipe Philip, Duque de Edimburgo, que utilizó a los servicios secretos para perpetrarlo". No se espera que su Alteza Real sea llamada a testificar.

Miren, a mí me gusta una teoría conspiratoria tanto como a cualquiera, y estoy totalmente dispuesto a considerar la posibilidad de que Di fuera liquidada. Pero no porque se estuviera viendo con un musulmán. Al escuchar las noticias de que el nuevo galán de la Princesa era un mahometano, lo más probable es que el establishment británico hubiera descorchado champán, no contratado a asesinos profesionales. Parece como si estuviera escuchando los cálculos: ¡Excelente! Es un perfecto reflejo de la nueva Gran Bretaña. Un musulmán en la Familia Real Mestiza, exactamente el tipo de marketing multicultural dinámico que necesitamos. Di será un modelo para las mujeres musulmanas del norte de Inglaterra. También da una lección o dos a los sangrientos yanquis: ¿cualquiera puede llegar a ser presidente? ¡Ja! En Gran Bretaña, cualquier musulmán puede llegar a ingresar en la Familia Real. Etcétera.

Hace siete décadas, cuando el Rey Eduardo VIII decidió casarse con la señorita Simpson, se hicieron sondeos por todo el Imperio y Su Majestad fue informado de que la escogida era inaceptable para Australia por estar divorciada e inaceptable para Canadá por ser norteamericana. Pero los tiempos cambian, y en la nueva Commonwealth la Princesa de Gales habría sido tremendamente célebre en Gran Bretaña por estar divorciada y tremendamente célebre en Malasia por ser musulmana. Habría representado a la perfección a lo que llaman el islam de Prada, los sofisticados euro-musulmanes que conviven sin problemas con ambas caras de su identidad. Tras años de tirarse a oficiales de caballería y demás surtido de apocadas maravillas de la clase alta inglesa, Diana había realizado por fin una maniobra inteligente. Tony Blair se habría dado de tortas por no haberlo pensado primero.

Se ve algo parecido en el constante torrente de correos electrónicos procedentes de lectores que exigen saber por qué no me refiero a Barack Obama como Barack Hussein Obama, siendo como es su nombre completo. La idea es que si se utiliza su segundo nombre la gente se dará cuenta de que es una especie de alumno de una madrasa de Indonesia y sus cifras de popularidad se desplomarán.

Bueno, la verdad es que sus cifras de popularidad parecen estar desplomándose sin ninguna ayuda por mi parte. Mis amigos lectores harían mejor en enviarme cartas exigiendo que empiece a hablar de Hillary Saddam Clinton. Pero ese no es el motivo de mi reparo. Al igual que Fayed, están tomando como una carga lo que es una virtud. Si la derecha empezase a insistir en que el senador Obama no es el primer presidente afroamericano en potencia sino el primer presidente islamo-afroamericano en potencia, una porción enorme de votantes progresistas simplemente diría: ¡Guau! ¡Es aún más guay!

El senador seguramente lo sabe. Cuando estaba en el colegio respondía por Barry Obama, y si estuviera preocupado por padecer un exceso de exotismo, presumiblemente se presentaría con ese nombre. Pero no es el caso: conoce su mercado, y no tiene motivos para simular ser un Joe (Biden) cualquiera. Ahora ha anunciado, de manera ostentosa aunque algo torpe, que ha renunciado a los pins de la bandera americana omnipresentes en las solapas de los políticos estos últimos seis años. Dijo que pensaba que se habían convertido en "un sustituto" del "verdadero patriotismo". Pero no puedes evitar pensar que entre su electorado en las primarias demócratas, la bandera de la solapa solamente parece algo provinciano y conservador. Las instituciones democráticas estables que han sobrevivido a lo largo de siglos son algo tan poco frecuente en este planeta que, si se vive en uno de los escogidos países que las disfrutan, es fácil dormirse en los laureles, luego aburrirse y finalmente empezar a mirar en otras direcciones en busca de algo con un poco más de garra.

Eso es algo que también saben en la Casa de Windsor. Después de todo, no hay muchos motivos para eliminar a la Princesa por verse con un musulmán cuando el Príncipe de Gales en persona sufre un caso agudo de islamofiebre. Pese a que un día será, como lo es ahora su madre, Gobernador Supremo de la Iglesia de Inglaterra, ha hecho construir en su casa "un jardín islámico". Fue diseñado por el bisnieto musulmán de Herbert Asquith, el primer ministro que llevó a Gran Bretaña a la Gran Guerra y puso fin al califato. Noventa años más tarde, Carlos da la impresión de preferir ser califa antes que rey. Le encanta vestirse con atuendos musulmanes. Un par de días después del 11 de Septiembre, en una cena oficial con un hermano de Osama bin Laden, se disfrazó de príncipe saudí y dejó de piedra a los invitados con comentarios graciosos como: "Bueno, ¿y a qué se dedica su hermano ahora mismo?" Al este ritmo, parece más probable que sea coronado como primer emir del Reino Unido.

David Pryce-Jones, del National Review, dio en el clavo al indicar que, al insistir en sus escabrosas acusaciones, Mohammed Fayed revelaba lo poco que entiende Gran Bretaña: lleva años viviendo allí, le ha ido bien, es propietario de Harrod's, del Hotel Ritz de París y de algunas fruslerías más. Nada del otro mundo. Es uno más de los muchos beneficiarios de la apertura occidental hacía "el otro". Y aún así se ha convencido de que el Palacio de Buckingham está tan consumido por la "islamofobia" que el marido de la Reina llamó a M, M hizo entrar a Moneypenny, Moneypenny envió un fax a 007 y una semana más tarde la Princesa y su islamochorbo estaban muertos.

La realidad es más aburrida: en la Gran Bretaña multicultural, a todo el mundo le daba igual el amante musulmán de Di. Podría haber sido hindú, podría haber sido budista. ¿A quién le importa? Pero en su lugar Fayed se ha adentrado en la paranoia y la mentalidad victimista que impide crecer a una parte importante del mundo musulmán. Hace algún tiempo, en Jordania, un adinerado saudí me dijo que la guerra de Irak formaba parte del constante ataque occidental contra el islam, que incluía el asesinato de Dodi Fayed por parte de la Familia Real británica. Y así, en una corte londinense, la muerte de una celebridad venida a menos se convierte en otra muestra más del panorama geopolítico mundial.

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