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Mary Anastasia O´Grady

Tibieza de la OEA

Hace tres semanas estuve caminando en Caracas, con un amigo venezolano, por la plaza Francia de Altamira. Desde que el 22 de octubre 14 oficiales de las fuerzas armadas venezolanas inculparon al presidente Hugo Chávez, jurando permanecer allí hasta que renuncie, la plaza se convirtió en el centro de la oposición venezolana. A partir de entonces, unos 80 oficiales más se han adherido y grupos civiles y organizaciones no gubernamentales han armado quioscos y tiendas de campaña, jurando solidaridad con los disidentes militares.

La noche de mi visita estaba todo bastante tranquilo, con unos pocos cientos de personas escuchando a un par de ex oficiales hablando desde una tarima provisional. Un grupo de mujeres con franelas rosadas solicitaban firmas para una petición. “Son muy valientes”, me dijo mi amigo. “Este sitio es un grave problema para Chávez y sé que quiere cerrarlo. La razón es que la gente viene y se queda para defenderlo con su presencia”.

Hace poco, gente de Chávez atacó la plaza Francia. A las 7:10 un viernes por la noche, tres civiles desarmados fueron asesinados –incluyendo a una joven de 17 años– y no menos de otros veinte resultaron heridos de bala. A medida que se consigue información sobre la masacre del 6 de diciembre, surgen graves cuestionamientos con respecto al papel y eficacia de la Organización de Estados Americanos (OEA), la supuesta defensora multilateral de la democracia en el hemisferio.

El artículo 21 de la Carta Democrática de la OEA dice que cuando “se ha producido la ruptura del orden democrático” y “las gestiones diplomáticas han sido infructuosas” el resultado debe ser la suspensión del Estado Miembro. Hay amplia evidencia de que eso ha ocurrido y es tiempo de que la OEA respalde sus palabras con hechos o se arriesga a ser catalogada de insignificante.

El supuesto tirador de la noche del 6 de diciembre, Joao de Gouveia, fue fácilmente aprehendido. La oposición insiste que no se trata de un loco suelto. Mostraron un vídeo donde Gouveia unos días antes había participado con los chavistas en una manifestación frente a PDVSA, la petrolera estatal. El gobierno responde que el vídeo fue alterado, mientras que la oposición insiste que hay testigos y que, según la evidencia forense, los disparos provinieron de varios tiradores. Y el presidente Chávez exaltó al supuesto asesino, llamándolo “señor Joao”. Peor aún, se burló de la tragedia de la Plaza Francia diciendo: “mire a donde ha llegado el teatro de Altamira”.

La oposición está segura de que los muertos fueron parte de la reacción gubernamental y prueba adicional de las aspiraciones dictatoriales de Chávez. La masacre de la plaza Francia no es el primer episodio de ese tipo. Algo muy parecido ocurrió el 11 de abril, cuando 17 manifestantes pacíficos fueron asesinados. En esa ocasión, unos valientes periodistas lograron filmar los sucesos, mostrando a gente de Chávez y a funcionarios gubernamentales disparándole a la muchedumbre, además de francotiradores apostados en los techos de edificios cercanos.

Los chavistas explican la crisis política como el enfrentamiento de pobres contra ricos. Dicen que los “oligarcas” quieren volver al poder. Pero las cifras no respaldan tal alegato. Apenas 20% de los venezolanos viven por encima del nivel de pobreza y, según las encuestas, no más del 30% de la población apoya a Chávez. Inclusive si todos los que lo apoyan son pobres, hay otro 50% de pobres que no están con él.

Esto no sorprende a nadie, debido a simples razones económicas. Chávez es presidente desde febrero de 1999, pero su concentración absoluta ha sido en tratar de controlar todas las riendas del poder, lo cual produjo una severa caída de la economía. La incompetencia económica no es razón suficiente para deponer a un presidente democráticamente electo, pero sus violaciones a la constitución, a los derechos humanos y al imperio de la ley sí justifican su destitución.

Chávez ha politizado a las fuerzas armadas, promoviendo a sus aliados y nombrando a oficiales para cargos públicos. El artículo 328 de la constitución prohíbe eso. Utilizó a la Guardia Nacional para tomar el control de la Policía Metropolitana de Caracas, la cual, según la ley, depende del alcalde mayor de la capital y no del presidente. El Tribunal Supremo, que iba a decidir sobre esto, suspendió sus actuaciones, acusando al gobierno de hostigamiento.

El gobierno ha actuado agresivamente contra el sector privado y la sociedad civil. Incluso ha intentado convertir por la fuerza a la educación venezolana en un sistema cubano y también quitarle el control a los sindicatos. Sus violaciones de los derechos de propiedad –a través de una serie de leyes que permitirían la invasión de tierras– causaron una reacción violenta por parte de los agricultores y de la Federación de Cámaras. Hace unas semanas, el Tribunal Supremo declaró inconstitucional esas leyes marxistas de Chávez.

El gobierno también viola los derechos humanos. El presidente constantemente ataca a los medios de comunicación venezolanos y promueve la violencia en su contra. Recientemente los chavistas atacaron a varias estaciones de televisión y grupos paramilitares llamados Círculos Bolivarianos, armados hasta los dientes, circulan por Caracas, intimidando a los opositores del gobierno. Tal delincuencia es contraria a las leyes. Chávez también resolvió darle petróleo a Cuba, aunque por ley eso requiere la ratificación del congreso de un tratado internacional.

Chávez hubiera podido concentrar todo el poder en sus manos si su ambición no lo hubiera empujado a tratar de controlar a PDVSA. Los empleados de PDVSA, desde los gerentes hasta los obreros, están ahora en huelga, lo mismo que la federación de sindicatos, los empresarios y alrededor de 80% de todos los trabajadores.

A medida que el país se hunde, se desintegra la democracia y Chávez aumenta su agresividad, la OEA sigue meditando acerca de “negociaciones”, insistiendo que el odiado Chávez fue “democráticamente electo”. El mensaje claro tanto para Chávez como para Castro es que la OEA es débil, sumisa, impotente y fácilmente ignorada por cualquier dictador actual o en potencia.

Mary Anastasia O’Grady es editora de la columna “Las Américas” del Wall Street Journal, diario donde fue publicado originalmente este artículo y autorizó la traducción de © AIPE

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