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Mauricio Rojas

El Estado benefactor y la revolución que nos falta

Una de las reformas pendientes más decisivas es la del denominado Estado del Bienestar.

La profunda crisis que España ha atravesado ha impuesto una serie de tareas urgentes para evitar el naufragio nacional. Se trata de un panorama lo suficientemente acuciante y convulso como para que ahí se agote el esfuerzo de reforma emprendido. Sin embargo, ello dejaría pendiente todo lo importante, es decir, los problemas de fondo que atentan contra el bienestar de los españoles.

Una de las reformas pendientes más decisivas es la del denominado Estado del Bienestar. Sus excesos fueron un elemento determinante de la crisis, pero lo que se debe cambiar es mucho más profundo que lo referente a cuánto se gasta. Se trata de sus formas de organización, que se han hecho cada vez más anacrónicas y lastrado nuestra capacidad de progresar.

El Estado del Bienestar español es una variante de aquel tipo de Estado que se impuso en prácticamente toda Europa Occidental y que llegó a ser considerado como un rasgo distintivo del modelo social europeo. Sus raíces son antiguas. Ya en el siglo XIX surgieron conceptos como el de Estado Social (Sozialstaat) en Alemania y Estado Providencia (État-Providence) en Francia. A mediados del siglo XX se acuñó en Gran Bretaña el concepto de Estado del Bienestar (Welfare State), pero sus formas más acabadas se alcanzaron en los países nórdicos, donde la presencia estatal llegó a niveles sin precedentes en sociedades democráticas.

Lo característico de todas estas propuestas fue la centralidad del Estado como responsable y gestor del bienestar ciudadano. Para ello se crearon sistemas que fueron un fiel reflejo de las sociedades industriales en que estaban naciendo, con su centralización jerárquica, sus planificaciones tecnocráticas, sus cadenas de mando de arriba abajo, sus productos estandarizados y el papel pasivo del consumidor, que era el eslabón final de una larga cadena de decisiones. En política social, este arquetipo tuvo su réplica en las grandes organizaciones y programas estatales, con soluciones estandarizadas para ciudadanos cada vez más estandarizados.

El ciudadano fue así convertido en un receptor de servicios modelados desde arriba por las élites políticas y tecnocráticas, sin mayor posibilidad de elegir alternativas a no ser que dispusiese de un poder adquisitivo relativamente fuerte. La libertad de elección y la diversidad fueron de esta manera transformándose en el privilegio de las clases más acomodadas de la sociedad.

Este modelo estatista, jerárquico y homogeneizador fue relativamente eficiente en su momento y alcanzó algunos logros importantes. Pero hoy ya no es así. Desde los años 70 del siglo pasado venimos experimentando una verdadera revolución de los modelos organizativos que asocia la eficiencia a la flexibilidad, la descentralización, la diversificación, las estructuras menos jerárquicas y, sobre todo, la capacidad de dar protagonismo al consumidor. La orientación hacia productos y soluciones estándar pertenece hoy al pasado, tal como lo hacen las grandes jerarquías piramidales y las planificaciones centralistas.

Esta revolución organizativa se impuso en el paisaje empresarial global por una simple razón: las firmas que no se renuevan pierden eficiencia y capacidad competitiva frente a aquellas reformadas o nacidas dentro del nuevo paradigma organizativo. En el sector público, sin embargo, las cosas han sido muy diferentes. Al tratarse de un sector no sometido a la presión de la competencia ni dependiente de la libre elección de sus usuarios, ha podido mantener modelos organizativos cada vez más anacrónicos. Mientras la regulación les asegure su posición monopólica respecto de sus consumidores cautivos, los entes públicos pueden continuar existiendo sin inquietarse por su eficiencia o la calidad de sus productos. El impacto negativo de sus ineficiencias puede por ello acumularse durante largo tiempo, hasta que, tal como en Suecia a comienzos de los años 90 o en España hoy, una profunda crisis obliga a repensarlo todo.

El anacronismo mencionado se hace especialmente crítico cuando afecta a sectores tan vitales para el conjunto del desarrollo social como el de la educación. El caso de las universidades españolas, enfermas de endogamia y amiguismo, es patente. Brillan por su ausencia entre las mejores del mundo y por el blindaje de su casta docente-funcionarial frente a toda competencia que amenace su buen pasar. También lo es el de la educación primaria y secundaria, con profesores que están entre los mejor pagados del mundo –y entre los que menos trabajan–, pero con resultados lamentables.

Hoy no es posible el progreso de organizaciones o sociedades que encapsulan a sus integrantes en un medioambiente protegido de la presión transformadora del desarrollo a escala global. Lamentablemente, el sector público español es sinónimo de ese encapsulamiento contraproducente, y su casta funcionarial parece estar dispuesta a defenderlo a muerte.

En suma, prescindiendo de los problemas relacionados con el tamaño, el gasto excesivo y las promesas ilusorias, el Estado del Bienestar, tal como lo hemos conocido en España, adolece de graves problemas de estructura que se van agudizando al progresar la globalización y la revolución organizacional propia de la era de la información.

Por ello urge su reforma, cambiar la relación entre el Estado y la sociedad civil en que se funda. El Estado-patrón, que desde arriba pretendía hacerse cargo del bienestar ciudadano, debe dejar paso a un Estado diferente, que apoye el libre accionar de los ciudadanos sin pretender imponerles preferencias o formas de vida que no han elegido. Para eso nos hacen falta la libertad de elección y empresa en los servicios públicos, y lo que nos sobran son los funcionarios y muchos políticos.

bibliotecademauriciorojas.wordpress.com

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